De la Creación, el único ridículo. Representación animal y fábulas sin correctivos en La Oveja negra y demás fábulas.

Of Creation, the only ridiculous one. Animal representation and fables without corrections in La Oveja negra y demás fábulas.

DOI: 10.32870/argos.v10.n26.3.23b

Homero Quezada Pacheco
Instituto de Investigaciones Bibliotecológicas y de la Información / Universidad Nacional Autónoma de México (MÉXICO)
CE: homqp@comunidad.unam.mx
https://orcid.org/0000-0003-1420-3055

Esta obra está bajo una Creative Commons Atribución-NoComercial 4.0 Internacional. .

Recepción: 01/03/2023
Revisión: 19/04/2023
Aprobación: 22/05/2023

   

Cómo citar este artículo (APA):

En párrafo:
(Quezada, 2023, p. _)

En lista de referencias:
Quezada, H. (2023). De la Creación, el único ridículo. Representación animal y fábulas sin correctivos en La Oveja negra y demás fábulas. Revista Argos. 10(26). 34-52 DOI:10.32870/argos.v10.n26.3.23b

   
           
     

Resumen:
Se abordan algunos de los rasgos que hicieron que La Oveja negra y demás fábulas (1969) contribuyeran a liberar un género confinado en la prisión de sus pautas tradicionales y cómo Monterroso socavó la religión, el poder, la cultura volcó un humor corrosivo que deja al desnudo a un ser humano presumido, pusilánime, hipócrita, arribista, torpe.

Palabras clave: Fábulas. Monterroso. Poder. Cultura. Religión.

Abstract:
Some of the features that made La Oveja negra y demás fábulas (1969) contribute to liberating a genre confined in the prison of its traditional guidelines are addressed, and how Monterroso undermined religion, power, culture, overturned a corrosive humor that leaves the naked a presumed, pusillanimous, hypocritical, careerist, clumsy human being.

Keywords: Fables. Monterroso. Culture. Religion.

 

   
 

Introducción.
A la luz del reciente centenario del escritor guatemalteco Augusto Monterroso (1921-2003) y sus efemérides, vale el regocijo volver a leer su obra miscelánea y examinar sus notables contribuciones a la prosa breve en español. En particular, me interesa abordar algunos de los rasgos que hicieron que La Oveja negra y demás fábulas (1969) ―a través de la representación de una fauna sui géneris, en situaciones inéditas― ayudara a liberar un género confinado en la prisión de sus pautas tradicionales. Sin duda, Monterroso favoreció tal emancipación, y sus fábulas lograron plasmar inquietudes humanas que atañían no sólo a problemáticas de su tiempo, sino que, desde luego, siguen inquietando a las sociedades del siglo XXI.

En Movimiento perpetuo, Monterroso afirmaba que el universo ferozmente seductor de Jorge Luis Borges le resultaba algo necesario como respirar y, al mismo tiempo, un estímulo en extremo peligroso, pues era irresistible la tentación de imitarlo sabiendo, con todo, que las consecuencias serían tan inútiles como ineficaces (Monterroso, 1972, p. 53-57).

Según se puede inferir de su obra general, Monterroso ideó un sello expresivo propio al decantar algunas de las cualidades más significativas de Borges: el estilo ceñido, apacible, exacto, elocuente; el persistente recurso de la sorpresa; y la continua inmersión en lo literario como fuente de inspiración creativa. En efecto, desplegando acontecimientos imprevistos en cada una de sus impecables y espaciados volúmenes, Monterroso aludió siempre a otros libros, poemas, novelas, autores y personajes, en una intertextualidad que acreditaba un permanente abastecimiento de la literatura y lo literario para proyectar sus inquietudes.

A diferencia del escritor argentino, sin embargo, cuyo bagaje de sabidurías ancestrales se manifestaba en recurrencias temáticas, simetrías prodigiosas y divertimentos filosóficos, el escritor guatemalteco se inclinó por una minuciosa indagación de lo cotidiano donde insistentemente asomaban el fiasco, la frustración, la cobardía, la vanidad y una extensa gama de debilidades humanas, muchas veces exhibidas a través de un humorismo no exento de compasión y melancolía.

Monterroso incursionó en una diversidad genérica incesante: cuentos, fábulas, piezas a caballo entre la narrativa y el ensayo, novela, apuntes, diario, entrevistas, textos confesionales y autobiográficos. La constelación de asuntos abordados no eludió preocupaciones sociales y políticas a las cuales atendió el autor desde joven, como cuando, durante la década de los cuarenta, participó en actividades clandestinas denunciando la sanguinaria dictadura del general Jorge Ubico, en Guatemala.

No obstante, el escritor centroamericano cimentó una obra ―sobre todo en sus primeros textos― donde los planteamientos comprometidos superaron la prueba del envejecimiento prematuro al reelaborar artísticamente el contexto histórico inmediato. El medio elegido para aliviar esa tensión radicó en disfrazar referentes fidedignos a través de una representación oblicua, fabulada e intemporal, profusa en sátira y sarcasmo. A fin de cuentas, Monterroso creía que “Para la literatura no hay épocas, sino seres humanos en conflicto consigo mismos o con los demás” (Monterroso, 1990, p. 86).

Exiliado en México desde mediados de la década de los cincuenta, Monterroso publicó su segundo libro, La Oveja negra y demás fábulas, en 1969; Joaquín Mortiz fue la editorial que lo imprimió por primera vez.[1] Dicha obra expuso una riqueza imaginativa aún más distanciada del entorno conocido que textos precedentes y, sin embargo, capaz de hacer visible el entramado donde coexistían la ficción, el mundo palpable, el vestigio de múltiples autores y la pasión por una prosa de gran calidad. La obra logró la revaloración de un género casi arrumbado en el desván de la literatura: por un lado, aboliendo el previsible celo didáctico; por otro, explotando el remanente satírico y, de modo notable, redimensionando un formato que resguardaba intacta su condición indiscutiblemente ficticia.

Con ese volumen, Monterroso experimentaba el reciclaje de uno de los modelos canónicos de mayor antigüedad literaria. Pero más allá del patrocinio de una forma literaria de rancio abolengo, el autor revertía la confianza en la modalidad acallando las consabidas moralejas y las reconvenciones teñidas de verdades absolutas. Las fábulas de Monterroso ―ejemplo de mesura, depuración, brevedad y rigor estilístico en prosa―, no sólo cultivaron el potencial satírico y menoscabaron el empeño didáctico del género, sino que ensancharon sus límites al dotarlo de una escala inusual de pesimismo, antisolemnidad, relativismo, incertidumbre y reflexión. Lejos del ahínco por mejorar los defectos humanos, las fábulas de La Oveja negra y demás fábulas, acusaban un temperamento desprovisto de amonestaciones provechosas; al mismo tiempo, la dinámica explosiva y humorista de sus tramas, de manera paradójica, desembocaba en la afligida convicción de que la humanidad incurre, reiterada e inevitablemente, en el ridículo, en el fracaso y en la tontería.

La imaginería animal en la obra de Monterroso, incluye, en general, personajes de prosapia clásica, aunque en actitudes paródicas y en contextos enrarecidos por contingencias inéditas. De las 40 fábulas del libro, en 27 intervienen animales[2] que ―además de recalcar la zozobra proveniente de la vana perseverancia por querer ser otro― recrean las tribulaciones de la vida literaria de cualquier época (las ambiciones estéticas y políticas del escritor, la problemática del texto ficticio, la complejidad de la escritura, el significado de la literatura, el entorno social y cultural que constriñe al literato), así como la trasgresión a ciertos discursos autentificados por la historia, la política, la religión o la filosofía.

A lo largo de los siglos, las fábulas con protagonistas animales han sido las que más han contribuido a erigir un simbolismo que condensa saberes comunes, interpretados sin mayores tropiezos; sin duda, esto ha consolidado un enorme repertorio de comportamiento animal asociado a prácticas humanas, condenables o plausibles, a través de las cuales era fundamental el designio de provecho, utilidad y perfección de la conducta.

El vaivén de cordialidad y suspicacia, amor y antipatía, reverencia y sometimiento que el ser humano ha experimentado hacia los animales contribuyó a forjar una tradición literaria particular. Bajo esa perspectiva, ha prevalecido una dualidad esencial: hombres y mujeres, seducidos por las habilidades del animal, constantemente han querido imitar las singularidades y destrezas físicas de éste; del mismo modo, en un prolífico imaginario (que va de la religión a la mitología, de la metafísica a la poesía), han insistido en identificar múltiples cualidades humanas en el comportamiento de los irracionales. El ser humano, visto a sí mismo como una entidad compleja e indeterminada, en algún momento encontró en el animal una forma más unívoca, especialmente portadora de rasgos positivos o negativos, que permitía adjudicarla a un modo primordial de manifestación cósmica (Cirlot, 1997, p. 83).

La Obeja negra y demás fábulas no fue ajena a la propensión de representar la figura animal en sus páginas; sin embargo, en éstas, los irracionales representados ya no respondían a los modelos edificantes que, en fabularios de otros tiempos, se impusieron como paradigmas de imitación general o de reprobación y censura. En efecto, La Oveja negra y demás fábulas vedó el paso a los regaños y correctivos congénitos al género. Las fábulas de Monterroso, aunque implícitamente involucraron un gesto de respeto y deferencia hacia el canon, no se quedaron en la simple atadura a ese formato de realce histórico. Tal determinación, por lo tanto, entrañó una crítica y una apostasía al género; el consabido apremio por dividir a la humanidad en fuertes y frágiles, justos y deleznables, sagaces y obtusos, humildes y fatuos… dejó de operar en La Obeja negra y demás fábulas porque se impuso una combinatoria donde los animales transitaron en ámbitos muy distintos a los de las leyendas comunes.

El sarcasmo y el humor destilan en cada sección del volumen: desde los agradecimientos hasta el índice onomástico y geográfico. Así, antes de que arranque el fabulario, Monterroso, burlonamente, agradece el solícito apoyo de un entomólogo, un domador y un experto en las aves nocturnas que aparecen en el libro. Asimismo, informa que, merced a las autoridades del Zoológico de Chapultepec de la Ciudad de México (en irónica consideración a quienes entienden que las entidades literarias, para adquirir mayor verosimilitud, demandan referentes palpables, certificados por un sentido tan confiable como el de la vista), pudo acceder libremente a las jaulas de los animales y observar, in situ, determinados comportamientos de la vida irracional que le interesaba (Monterroso, 1981, p. 7).

El epígrafe va más allá cuando el autor atribuye a un tal K’nyo Mobutu la máxima: “Los animales se parecen tanto al hombre que a veces es imposible distinguirlos de éste” (Monterroso, 1981, p. 9). El simulacro de gravedad erudita ―cuya resonancia evoca al Aristóteles de Investigación sobre los animales (Aristóteles, 1992)― da continuidad a la broma al consultar el “Índice onomástico” y descubrir que Mobutu, K’nyo es, ni más ni menos, un antropófago (lo cual explica por qué el misterioso troglodita no sabía diferenciar un manjar de otro) (Monterroso, 1981, p. 100).

Gracias a numerosas entrevistas ―que Monterroso juzgaba como el único género literario inventado en épocas recientes (Monterroso, 1990, p. 86) (quizá por eso, con espíritu lúdico y creativo, no vacilaba en mezclar reflexiones serias y fehacientes con deliciosas patrañas)―,[3] el fabulista guatemalteco proporcionó antecedentes esenciales en torno a la concepción de La Obeja negra y demás fábulas En ese sentido señaló que, a lo largo de toda su obra, la única ocasión que se propuso escribir con unidad de género fue en ese libro (Monterroso, 1990, 16). Al respecto, admitía que la elección de la fábula se debió al mero placer de experimentar y a la facilidad que ofrecía el formato (Monterroso, 1990, p 25). La empresa era viable, siempre y cuando desapareciera la finalidad de moralizar (Monterroso, 1990, p. 26), pues “Nadie ha cambiado su modo de ser por haber leído los consejos de Esopo, La Fontaine o Iriarte.” Esto es claro porque “A la gente le encanta dar consejos, e incluso recibirlos, pero le gusta más no hacerles caso.” (Monterroso, 1990, p 53)

Al principio, Monterroso tenía presente que sus fábulas no debían ser como las de autores antiguos y neoclásicos, ni aun como las modernas de James Thurber y Ambrose Bierce. Había comenzado a leer a Esopo y a La Fontaine para aprender una receta, pero luego creyó que tal cosa era un desatino y determinó escribir los textos conforme a una “idea inmanente de lo que es una fábula” (Monterroso, 1990, p. 21).

Pese a la negación de Monterroso por estudiar a los grandes exponentes de la fábula occidental, esa “idea inmanente” que tenía sobre el género permite señalar someramente los rasgos más distintivos de éste y vislumbrar una red de influencias que se manifiesta, así sea de manera tangencial, en el libro del escritor guatemalteco.
Las fábulas ―cuyo historial más arcaico se remonta a la Mesopotamia del siglo XXV a. C.― evolucionaron en el mundo occidental a partir de una raíz doble: por un lado, la herencia grecolatina (Esopo, Babrio, Fedro, Rómulo, Aviano) y, por otro, el legado proveniente de la India (el Panchatantra y sus versiones árabes) (García, 2004, p. 18-19).

Más que un género de ficción independiente, la fábula griega, en sus inicios, era considerada un medio retórico para persuadir, favorecido por la comparación, la metáfora y la analogía. La similitud con otras formas de la tradición oral, como el proverbio, la alegoría, el mito, la parábola o el cuento maravilloso, ha dado como resultado que la fábula se haya resistido a ser definida de modo terminante. Insatisfechos, los teóricos han optado por delimitar el género a través de unidades estructurales (como la acción, la tipificación y la intención) (Camurati, 1978, p 16), o bien, estableciendo una relación entre sus diferentes componentes (Rodríguez, 1987, p. 43).[4]

Entre el infatigable recorrido conceptual de la fábula, hay coincidencia en sostener que la modalidad clásica involucraba, indistintamente, dos elementos complementarios: el promitio (un preámbulo dirigido al oyente en el contexto en que se narraba la fábula) y el epimitio (la conclusión descubierta de la historia). El apego didáctico es evidente sobre todo en el epimitio (aunque la locución griega ho logos dēloi, ubicada hacia el desenlace del relato, significa “la palabra manifiesta” o “hace visible” o “muestra” o “revela”, el afán pedagógico fue transformando la fórmula expresiva en una equivalencia de “la palabra enseña”) (Camurati, 1978, p. 16); de ahí que Gotthold E. Lessing, uno de los críticos más destacados del siglo XVIII que discurrió sobre los alcances de la fábula, aseverara que las características axiomáticas del género eran la conclusión moral (en cuanto a que el relato estimula la evaluación de una conducta) y la brevedad (Kleveland, 2002, p. 124).

Desde la época imperial romana, ya era una convención aceptada que moraleja y brevedad son consustanciales a la fábula. Lo que cabría añadir, y ésta sí constituye una condición irrebatible en casi todas las definiciones, es que la fábula entraña una narración ficticia, es decir, “un relato fingido que da una imagen de la verdad.” (García, 2004, p. 11)

Por intermedio de figuras mitológicas, elementos naturales y otros sujetos (predominantemente animales), los interlocutores de las fábulas representaban ideas, actitudes, virtudes o vicios que podían ser empleados en una multitud de trasuntos cotidianos. El uso de tipos, acontecimientos generales e imágenes comunes (como la perversidad de la comadreja o la astucia de la zorra) acondicionaban la economía del relato y propiciaban la memorización del suceso para repetirlo en una circunstancia conveniente y oportuna. Desde entonces, era posible reconocer diferentes vertientes temáticas, entre otras: fábulas políticas, de crítica social, sobre la sabiduría de la vida y sobre la iniciación en las reglas de una comunidad.

La modalidad se afianzó durante la Edad Media como una de las expresiones más fructíferas y divulgadas. San Isidoro de Sevilla confirmaba que las fábulas, derivadas:

[...] del verbo fari (hablar) [...] no tratan de hechos reales, sino solamente de ficciones habladas. Y son puestas en escena para que el diálogo fingido que mantienen unos animales, que de suyo no hablan, sirva de espejo a la vida del hombre. (Sevilla, 1983, p. 357).

San Isidoro advertía que algunas fábulas servían para entretener, otras para referir sucesos y personajes mitológicos y, por último, estaban las que se aplicaban a las costumbres de los hombres, las cuales, “por medio de una narración ficticia [conferían] un sentido auténtico a algo que [ocurría] en la realidad.” (Sevilla, 1983, p. 357)

Las fábulas, es claro, han entrañado desde siempre una identidad señaladamente ficticia y alegórica; por tradición, se trataba de un discurso cuya literalidad decía una cosa y requería que el receptor entendiera otra. El contexto, normalmente, permitía que la interpretación fuera un procedimiento asequible e instructivo, de fácil asimilación.
Uno de los escritores latinoamericanos a quien Monterroso profesó admiración como precursor de la fábula moderna fue el mexicano Francisco Monterde (Monterroso, 1990, p. 90), cuyas Fábulas sin moraleja y finales de cuentos (Monterde, 1942) atenuaron los principios y normas clásicas al suprimir u opacar el entusiasmo pedagógico del género. En particular, Monterde dudaba de la eficacia de las fábulas en verso que subrayaban el propósito de instruir deleitando o aleccionar divirtiendo. Para él, era preciso reconocer que la moraleja, “tan lejos de la moral a veces” (Monterde, 1942, p. XXI), casi nunca coincidía con la manera de actuar y de pensar de un lector de fábulas en pleno siglo XX. Fomentando una imaginación que diera cabida a nuevos rasgos de los personajes de las fábulas habituales, Monterde favoreció la aniquilación de la moraleja mediante una postura crítica expuesta a través de una prosa ceñida y bien cuidada. El recurso de las tramas consistió en presentar personajes antiguos en situaciones novedosas, ulteriores al epimitio conocido y más allá de las fronteras establecidas por las anécdotas tradicionales. Al cambiar ese punto de vista, los animales de las Fábulas sin moraleja y finales de cuentos ilustran situaciones donde el fallo que los condenaba o los enaltecía, según cada caso, fue invertido para descubrir las antípodas de una ética insospechada.

Ni Bierce ni Thurber, en palabras de Monterroso (1990, p. 21), sirvieron de guías en la elaboración de La Obeja negra y demás fábulas. Sin embargo, las fábulas de ambos autores norteamericanos desbrozaron rutas inexploradas en la gigantesca comarca del género y prepararon el terreno para que emergiera un nuevo tipo de fábula en siglo XX, como las reunidas en la obra. Con Fábulas fantásticas (1898), Ambrose Bierce fue de los primeros en desacralizar la función edificante del género, declinando a tasar y corregir los desperfectos humanos (Bierce, 1999). Ceñidas a un intenso descontento y amargura, las críticas de Bierce arrasaban con todas las instituciones que se le ponían en la mira: política, sistema judicial, religión, educación, arte, literatura. Prácticamente deshabitadas de fauna, las Fábulas fantásticas nunca son alegres ni complacientes. Su discurso se apoya en la sátira aguda y, no obstante, sesgada. Algunas de ellas, nuevas versiones en prosa de las de Esopo, rescriben el relato original casi en su totalidad, pero con un epimitio agrio y sarcástico.

James Thurber, cuatro décadas más tarde, publicó Fábulas para nuestro tiempo, colección que proclamaba la avidez moderna de su contenido (Thurber, 1942). Resaltando la distancia temporal que mediaba entre sus fábulas y las de la tradición, Thurber, a su modo, vivificó el género al imprimir un sentido del humor jocoso, mordaz y áspero, promoviendo tanto sonrisas como cavilaciones. Alegóricas y en apariencia optimistas, las fábulas de Thurber se valen de la caracterización de una fauna dominada por aves (implicadas en acontecimientos comunes, como las riñas matrimoniales, por ejemplo); a su vez, las moralejas, paródicas y disfrazadas de regocijo, deslizaban desencantos propios de un periodo especialmente acongojante para la humanidad (en el momento de la publicación de las fábulas de Thurber, aún faltaban tres años para que terminara la Segunda Guerra Mundial).

En La Obeja negra y demás fábulas, Augusto Monterroso maduró muchos de los componentes de la fábula que se practicó en el transcurso del siglo XX. Los cambios respecto a la tradición permitieron emancipar un género acorralado en la solemnidad de la arenga moralizante, destinado, casi exclusivamente, a la educación del público infantil y al fugaz entretenimiento de la historieta; asimismo, no sólo reintrodujo el interés por un género hasta cierto punto anacrónico, sino también favoreció el quiebre de certezas indiscutibles mediante la paradoja y el principio de contradicción. Estimuló también la participación del lector a través de un virtuosismo intertextual que franqueaba una amplia diversidad de interpretaciones. De modo prominente, Monterroso privilegió el humor, la sátira y la ironía en homenaje y simulacro a la tradición, con el propósito de que sus animales, desde otro ángulo, siguieran registrando lo fundamental: las vicisitudes y las perplejidades de nuestra especie. El acercamiento a una selección de fábulas de La Obeja negra y demás fábulas así lo demuestra.

La primera fábula, “El Conejo y el León”, previene para que la lectura de las demás se haga con las debidas reservas. La insólita trama da cuenta de cómo un reputado “Psicoanalista”, semiperdido en la “Selva”,[5] decide trepar a un árbol y observar el comportamiento de los animales para establecer una símil entre la vida de éstos y la de los seres humanos. Cuando el “Psicoanalista” regresa a la ciudad y publica un “tratado que demuestra que el León es el animal más infantil y cobarde de la Selva, y el Conejo el más valiente y maduro [...]” (Monterroso, 1981, pp. 11-12), se revela que la obviedad no sirve de nada frente a las conclusiones de una perspectiva amparada en el rigor de un discurso intelectual sólidamente legitimado (aunque éste incurra en interpretaciones descabelladas frente a sucesos elementales).

Algo equivalente ocurre con la retórica de la fábula afianzada, a la cual Monterroso comienza a deconstruir en este primer texto, en el cual se entrevé la advertencia de que el contenido de La Oveja negra y demás fábulas, a diferencia de lo habitual, no satisfará las expectativas obligadas ni será benévolo ni indulgente. Por eso, en la conocida cita, Gabriel García Márquez alertaba que ese libro había “que leerlo manos arriba [...]”, precisando que “su peligrosidad se funda en la sabiduría solapada y la belleza mortífera de su falta de seriedad.” (García, 1981, solapa).

En “La Tortuga y Aquiles”, no por medio de la argumentación aporética sino a través de un campechano cable deportivo, se informa que la tesis contra el movimiento expuesta por Zenón de Elea ha sido más o menos corroborada en la práctica, con matices un tanto insospechados: Aquiles, el más veloz de los hombres, nunca pudo alcanzar a la “Tortuga”, el más lento de los animales, en una carrera consumada (que al parecer duró más de dos mil años), en la cual se le concedió al reptil una ventaja inicial. Posteriormente, en rueda de prensa, la “Tortuga” admitirá el temor que la dominó durante la competencia, pues el resuelto contrincante siempre le estuvo pisando los talones (menos mal que no fue al revés).

La fábula, sin trazas de epimitio y manteniendo un lacónico estilo noticioso, concluye al comunicar que el héroe aqueo cruzó la meta en segundo lugar, como una flecha y maldiciendo al filósofo presocrático que, paradójicamente, nació unos tres siglos después de la Ilíada y que, por lo tanto, resulta sorprendente que el mítico combatiente lo conociera.

En “La Jirafa que de pronto comprendió que todo es relativo”, la protagonista, sin ascendencia en el fabulario tradicional, personifica a una andarina distraída que se aleja de las llanuras africanas y, de manera casual, es testigo de un combate donde las bajas de los ejércitos enemigos son cuantiosas e incesantes. La batalla insinuada, Waterloo, recalca el abuso de lugares comunes utilizados por la historiografía y, de forma más afectada, por la novela histórica de un Tolstoi o un Víctor Hugo: “Los generales arengaban a sus tropas con las espadas en alto, al mismo tiempo que la nieve se teñía de púrpura con la sangre de los heridos.” (Monterroso, 1981, p. 41)

La fábula pone en entredicho los presupuestos de objetividad enaltecidos por la historiografía, y se permite retratar detalles nunca tomados en cuenta por los registros oficiales: los muertos se desplomaban:

[...] pero los sobrevivientes continuaban disparando con entusiasmo hasta que a ellos también les tocaba y caían con un gesto estúpido pero que en su caída consideraban que la Historia iba a recoger como heroico, pues morían por defender su bandera [...] (Monterroso, 1981, p. 41).

La relatividad es percibida como un fenómeno sujeto a las distintas opiniones y al carácter fortuito de los acontecimientos, en contraste con la intransigencia de una interpretación señera, acatada prácticamente sin objeciones. Las configuraciones de un punto de vista único se disuelven en el texto y, por lo tanto, las respuestas, las normas y el sentido de la historia tradicional quedan empañados.

Además del relativismo en la historia, un tema complementario es el del perspectivismo, abordado en “Las dos colas o el filósofo ecléctico”. Según la percepción de éste (cuya libre elección de ideas le permite una extensa libertad hermenéutica sobre cualquier fenómeno), dos experiencias afines son valoradas de forma muy diferente, en virtud no sólo de la potencia de una metáfora cultural reconocida, sino también de la subjetividad. Se trata de otro observador de la naturaleza animal, muy diferente al psicoanalista de “El Conejo y el León”, pero con quien comparte a la hora de las conclusiones una arbitrariedad equiparable. Según la fábula, eco de una “leyenda” imprecisa, todas las mañanas dicho filósofo se paseaba en el bullicioso mercado de una antigua ciudad. Cuando en alguna ocasión fue consultado por los mercaderes acerca de lo que significaba que un “Perro”, dando vueltas sobre sí, se mordiera la cola, el filósofo respondió que éste únicamente trataba de quitarse las “Pulgas”. Otro día, en la cesta de un domador, una “Serpiente” hacía lo mismo que el “Perro” y los niños del lugar aprovecharon para preguntarle al filósofo a qué se debía aquel suceso; la explicación proporcionada fue que la imagen “representa el Infinito y el Eterno Retorno de personas, hechos y cosas [...]” (Monterroso, 1981, p. 61) En ambas oportunidades, luego de la aclaración, la gente procedió a retirarse satisfecha y tranquila.

La primera experiencia es interpretada por el filósofo como un dato empírico y cotidiano, sin connotaciones sobresalientes; la segunda, en cambio, remite al mítico Uroboros y a la ley enunciada por Heráclito relativa a que el mundo debe concebirse como una invariable sucesión de hechos dentro de un ciclo constante; se trata del concepto asimismo respaldado por Friedrich Nietzsche en Así habló Zaratustra (Nietzsche, 1972), donde se postula que todos los sucesos del mundo, así como todas las situaciones pasadas, presentes y futuras, se repetirán eternamente. De acuerdo con esa percepción, el transcurso de la historia, en lugar de lineal, deviene cíclico. Los acontecimientos, una vez agotados durante un lapso fijado, vuelven a empezar en otras circunstancias, aunque fundamentalmente semejantes a las anteriores. La fama y notoriedad de la segunda exégesis demostrará, una vez más, que la eficacia de un discurso se basa en el poderío de una herencia consensuada, aunque ésta emane, como en el caso del filósofo de la fábula, de una apreciación veleidosa.

El texto que provee el título al libro, “La Oveja negra”, condensa las disparatadas maniobras que asumen las sociedades humanas frente a la heterodoxia. Carente de toda peripecia, lo único que conoceremos de la “Oveja” será su color (o ausencia de color); se trata de una figura que, desde tiempos remotos, desata una serie de evocaciones literarias y religiosas. El cordero, símbolo del sacrificio, la bondad y la mansedumbre cristiana, es obliterado por el monumento erigido a un representante de la disidencia y el mal comportamiento ―en significativa disonancia con la arraigada ambición de ejemplaridad―; además, “el narrador deja sin resolver si la negrura es un signo que refiera a la raza, a la rebeldía social, a la filiación política, al simple hecho de ser diferente” (González, 1997, p. 310). Sin preocuparse en lo más mínimo por esclarecer esa ambigüedad, la fábula se concentra en las volubles reacciones colectivas.

Un siglo después de haber sido pasada por las armas, el rebaño se arrepentirá y levantará a la “Oveja negra” una estatua ecuestre (algo muy socorrido en el destino de algunos próceres). Nunca se especifican las razones del ajusticiamiento, pero tampoco los motivos que hicieron que el rebaño cambiara de opinión. La dialéctica del avatar histórico es soberanamente soslayada y, por lo visto, tendrá más vínculos con el capricho de las masas que con procesos sociales e históricos coherentes. Esto se hace más perceptible cuando se confirma que la rebeldía del mártir ha perdido todo valor cívico y que el único mérito ha recaído en la simpleza de que “la estatua ecuestre quedó muy bien en el parque.” (Monterroso, 1981, p. 23) No habrá de extrañar, pues, que ese género de dislates continúe reproduciéndose hasta el colmo de la barbaridad: al aparecer nuevas ovejas negras, éstas habrán de ser fusiladas para que las futuras generaciones de ovejas comunes y corrientes puedan ejercitarse en el arte de la escultura. “Este final absurdo lo que hace es resaltar la atrocidad de condenar lo diverso por el simple motivo de ser diverso.” (Ogno, 1995, p 153) La irracional solución, por lo demás, es congruente con el desatino de exterminar sediciosos y glorificarlos después a través de una efigie inofensiva.

La política y sus extravíos, a su vez, tienen cabida en el volumen no para los empeños doctrinarios o reivindicativos, sino para desnudar las artimañas y extorsiones de un conjunto de rutinas propias de las reyertas por el mando. En “La parte del León” (reescritura de “La vaca, la cabra, la oveja y el león”, de Fedro),[6] el oportunismo de animales intelectualizados como la “Vaca”, la “Cabra y “la paciente Oveja” (Monterroso, 1981, p. 77) linda con la demagogia más descarada.

Investido de indefensión e inocencia, el trío de arteras se asocia con el “León” (a cuyas espaldas lo llamaban el “monstruo”) para que éste las excluyera de su dieta. Luego de que las cuatro, en virtud de su “conocida habilidad cinegética”, cazan un “Ciervo”, las herbívoras, previo acuerdo, claman una multitud de razones para quedarse con la parte que le corresponde al “León” (a pesar del asco que les produce el sanguinolento botín). Para ello, no dudan en acudir a su versátil cultura y traer a colación la probada sensatez de la “Hormiga”, que había instruido debidamente acerca de la necesidad de guardar comida para los arduos días de invierno.[7] El “León”, que en el fondo nunca renunció a su voracidad ni despotismo, harto de tanta cháchara advenediza, procede a zamparse a las lenguaraces de una sentada “en medio de los largos gritos de ellas en que se escuchaban expresiones como contrato social, Constitución, derechos humanos y otras igualmente fuertes y decisivas.” (Monterroso, 1981, p. 78) La sofisticada elocuencia de la “Vaca”, la “Cabra” y la “Oveja”, aunque ungida de retórica liberal, entraña una aspiración que, en síntesis, persigue lo mismo que detenta el “León”: un poder ilimitado.

Las fábulas en torno a la literatura y sus prácticas disipan los venerados principios inherentes al ejercicio de la creación y refuerzan una estética que se va definiendo sin intenciones proclives a que el individuo cambie, sin designios, orientaciones ni reprimendas. Por el contrario, las incertidumbres de los animales literatos de La Obeja negra y demás fábulas abarcan un considerable espectro de figuras que apetecen, sin éxito, ocupar el lugar de otro o de incurrir en rotundas decepciones.

La yuxtaposición del mundo animal y el humano es tan frecuente en el volumen,[8] que no causa extrañeza que sea una pulga quien declare, en monólogo interior, sus ilusas aspiraciones y su megalomanía en “Paréntesis” (Monterroso, 1981, p. 93). Una noche de insomnio, interrumpiendo su lectura ―haciendo un paréntesis en ese ejercicio mental―, la “Pulga” medita sobre su oficio de escritor y fantasea que, si se lo propusiera, podría ser como Kafka, Joyce, Cervantes, Catulo, Swift, Goethe, Bloy, Thoreau, Sor Juana, aunque la aterran las calamidades que cada uno de esos autores sufrió en sus respectivas vidas. La “Pulga” selecciona escrupulosamente a un grupo de escritores con quienes desearía compartir los laureles del reconocimiento, pero sin aceptar la más mínima desgracia existencial ni tomar en cuenta el insuperable trecho que media entre ella, un pequeño insecto, y los modelos que ambiciona encarnar. La “Pulga” repudia “la existencia miserable” de Kafka, “la vida llena de trabajos para subsistir con dignidad” de Joyce, la pobreza de Cervantes, “la amenaza de la locura” en Swift (Monterroso, 1981, p. 93), y se regodea en la candidez de imaginar el aplauso unánime, desprovisto de todo sentido de las proporciones, creyendo en vano que será “siempre Lui Même, el colmo de los colmos de cualquier gloria terrestre.” (Monterroso, 1981, p. 93)

“El Mono que quiso ser escritor satírico”, como el psicoanalista, “falla en ejercer su trabajo, pues renuncia a su vocación por miedo a los objetos de la sátira.” (Kleveland, 2002, p. 137) Al principio, el “Mono” juzga que, para ser un escritor satírico, más que el contacto con los libros, lo acertado será consagrarse al estudio minucioso de ciertos habitantes de la “Selva”. Merced a su gracia y condescendencia, poco a poco será bien recibido en reuniones de sociedad. Su dedicación rinde frutos cuando se vuelve “el más experto conocedor de la naturaleza humana” (Monterroso, 1981, p. 13). En dicha tarea ha tenido que recurrir a la amistad con algunos animales, por lo cual, cuando se halla listo para trasladar a la escritura ese saber y poder escarnecer a sus anchas, se descubre socialmente comprometido. Temeroso de buscarse enemigos, renuncia a zaherir a las ladronas (las urracas), a las oportunistas (las serpientes), a las compulsivas (las abejas) o a las adúlteras (las gallinas), pues ha compartido con algunas de ellas la mesa y la tertulia. El presunto crítico, paralizado, será incapaz de alejarse de un sector social al que desea satirizar y del cual él mismo forma parte. Renunciando a su proyecto, el “Mono” resuelve convertirse en un místico cuya cursilería le hace perder influjo entre “la gente”, ser tildado de loco y ganarse la censura generalizada. La fábula, despojada de toda señal directa e individualizadora, es una muestra de cómo ningún lector perteneciente a ese tipo de comunidades se daría por aludido ante padecimientos como el temor al rechazo.

Una fábula que hurga en los temas de la zozobra de la infertilidad imaginativa y el bloqueo del escritor ―siempre latentes en Monterroso― es “El Mono piensa en ese tema”. La suspicacia hacia la literatura, el recelo al lenguaje escrito como vehículo para manifestar razones, afectos y deseos del ser humano son argumentos recurrentes de la literatura contemporánea, expuestos en una multitud de variantes. En “El Mono piensa en ese tema”, tal contenido se desarrolla a través de una sola y extensa frase. El raudo galope de la narración, cuyo efecto transmite cierta dificultad para retomar el aliento, contribuye a ilustrar la paulatina ansiedad del “Mono” cuando, en alguna ocasión, “le dio por la literatura [...]” (Monterroso, 1981, p. 73)

El neurótico personaje, en un monólogo interior estilísticamente semejante al de la pulga de “Paréntesis”, se interroga acerca de por qué resultará tan atractivo y, al mismo tiempo, tan desangelado “ese tema del escritor que no escribe”. Ese tema es también el de la suerte infeliz que les aguarda a muchos escritores, el del desengaño, el de la extrema exigencia que conduce a la aridez creativa, el de las desmedidas apetencias de ovación, el de los espinosos inconvenientes para producir una obra maestra… En suma, es el tema del escritor que “ni es inteligente ni tonto ni escribe ni nadie conoce ni existe ni nada [...]” (Monterroso, 1981, p. 73) La duda del “Mono” coincide con la de muchos aspirantes a la aclamación que, en una gran cantidad de casos, los arrastra a un angustiante nihilismo y, a la postre, a la infecundidad. Aunque el destino del “Mono” sea el de escribir, es muy probable que sus esfuerzos se derrumben y nunca logre concretar sus anhelos de producir un solo libro.

La conciencia popular, esa que se manifiesta en un desenvuelto rapto de sabiduría colectiva, tampoco se salva de recibir un empellón en La Oveja negra y demás fábulas. Los refranes, a través de una síntesis instantánea, satisfacen expectativas específicas. Sin embargo, en “Los Cuervos bien criados”, Monterroso muestra su desdén por el cliché, revirtiendo la certidumbre depositada en las frases hechas y ofreciendo una nueva ruta de comprensión sobre ciertos eventos repetidos.

La susceptibilidad a las alocuciones gastadas, según esta fábula, puede ayudar a desenmascarar la ineficacia de tradiciones heredadas. De nuevo a través de una sola frase, la historia ―una de las pocas ubicadas en un lugar preciso― cuenta cómo un hombre, habitante cercano al Bosque de Chapultepec de la Ciudad de México, se hizo rico y famoso criando “Cuervos” que, luego de varias generaciones, ya no intentaban sacar los ojos del criador; por el contrario, los avechuchos se especializaron en una diferencia esencial: sacaban los ojos a los mirones que, sin ningún tiento “y dando muestras del peor gusto”, incurrían en la vulgaridad de repetir delante de ellos “que no había que criar Cuervos porque le sacaban los ojos a uno” (Monterroso, 1981, p. 89). La sentencia del adagio ya no subraya la acción de los cuervos, sino la de los mirones; con ello, se desmantela el mecanismo que sigue propagando convencionalismos admitidos de manera irreflexiva.

Sarcasmos, sátiras, burlas, deformaciones, fueron algunos de los elementos con los cuales Monterroso desmoronó el carácter axiomático de las verdades incuestionables y favoreció la proliferación de la incertidumbre y la duda; por otro lado, reiteró que el ser humano, aunque simule lo contrario, jamás atenderá reprimenda alguna, pues su disposición natural será, invariablemente, la necedad, la ignorancia y el traspié. Al mismo tiempo, aunque el humor se filtró de modo irrefrenable en cada fábula, el libro matizó de sutil tristeza la certidumbre de que el ser humano no es más que un cautivo de las convenciones y los absurdos pactos de convivencia que incesantemente se exige.

En homenaje a su gusto por los clásicos, Augusto Monterroso, eligió uno de los géneros literarios más antiguos para reanimarlo y adaptarlo a situaciones que atañían a su tiempo, que aún siguen vivos y que, sin lugar a duda, continuarán teniendo vigencia en el futuro. El autor echó mano del potencial ficticio de ese tipo de obras para restaurar un formato que, en sí mismo, se prestaba a enturbiar cualquier acuerdo de verosimilitud realista. Sin perder de vista aspectos identificables del entorno inmediato, Monterroso fundó una peculiar representación animal donde ningún lector, por más que lo negara, se salvó de ser escarnecido. Con ello, el escritor guatemalteco rescataba la fábula, “limpiándola del polvo escolar que la oscurecía [y restaurando] una tradición que se hubiera dado por muerta en Latinoamérica [...]” (Rama, 1995, p. 28).

Aunque el autor mantuvo algunas de las particularidades de ese tipo de composiciones (brevedad, protagonistas animales con hábitos y conductas humanas), decidió distanciase drásticamente del género al renunciar al fervor correctivo de costumbres, vicios y defectos. Mediante protagonistas animales —además de otros actores, como objetos inanimados, figuras bíblicas y héroes de la mitología griega—, Monterroso socavó la religión, el poder, la cultura, el lugar común... Sin embargo, en lugar de moraleja, volcó un humor corrosivo que deja al desnudo a un ser humano presumido, pusilánime, hipócrita, arribista, torpe. Hijas de la parodia y la antisolemnidad, las fábulas de La Oveja negra suscitan, no obstante, una afligida y amarga perplejidad en torno a la eterna sandez humana. Y es que Monterroso no creía que la literatura tuviera la capacidad de transformar nada ni que la humanidad pudiera mejorar en algo. Su convicción al respecto lo llevó a sentenciar, a través de su personaje Eduardo Torres, que “El hombre no se conforma con ser el animal más estúpido de la Creación; encima se permite el lujo de ser el único ridículo.” (Monterroso, 1972, p. 113).

Referencias
Aristóteles (1992), Investigación sobre los animales (Introd. de C. García Gual; trad. y notas de J. Pallí Bonet), Madrid: Edit. Gredos (Biblioteca Clásica Gredos, 171).

Bierce, A. (1999), Fábulas fantásticas, Madrid: Edit. Valdemar, 1999.

Camurati, M. (1978), La fábula en Hispanoamérica, México: UNAM / Instituto de Investigaciones Filológicas.

Cirlot, J. E. (1997), Animales, en Diccionario de símbolos (p. 83), Madrid: Edic. Siruela.

Fedro. (2005). Fábulas; Aviano, Fábulas; Fábulas de Rómulo. (Intoducciones, traduc. y notas de A. Cascón Dorado), Madrid: Edit. Gredos (Biblioteca Clásica Gredos, 343).

García, C. (2004), Fábulas de Esopo. Vida de Esopo. Fábulas de Babrio, Madrid: Edit. Gredos.

García, G. (1981), solapa de La Oveja negra y demás fábulas, Barcelona: Edit. Seix Barral.

González, G. E. (1997), La metáfora de lo desconocido. El animal en Kafka, Juan José Arreola y Augusto Monterroso, Tesis (Doctor of Philosophy in Hispanic Languages and Literatures), New York: State University of New York at Stony Brook.

Kleveland, A. K. (2002), Augusto Monterroso y la fábula en la literatura contemporánea, América Latina Hoy, Vol. 30, abr., 119-155.

Monterde, F. (1942), Fábulas sin moraleja y finales de cuentos, México: Edit. Universitaria.

Monterroso, A. (1981), La Oveja negra y demás fábulas, Barcelona: Edit. Seix Barral.

Monterroso, A. (1972), Movimiento perpetuo, México: Edit. Joaquín Mortiz (Nueva Narrativa Hispánica).

Monterroso, A. (1990). Viaje al centro de la fábula, Barcelona: Muchnik Editores.

Nietzsche, F. (1972), Así habló Zaratustra: un libro para todos y para nadie, Madrid: Alianza Edit.

Ogno, L. (1995), La oveja negra de la literatura hispanoamericana, en W. H. Corral [selec. y pról.], Refracción. Augusto Monterroso ante la crítica (pp. 148-159), México: UNAM / Coordinación de Difusión Cultural - Edic. Era.

Rama, A. (1995), Un fabulista para nuestro tiempo, en W. H. Corral [selec. y pról.], Refracción. Augusto Monterroso ante la crítica (pp. 24-29). México: UNAM / Coordinación de Difusión Cultural - Edic. Era.

Rodríguez, F. (1987), Historia de la fábula greco-latina (I). Introducción y de los orígenes a la edad helenística, Madrid: Edit. de la Universidad Complutense.

Sevilla, S.I. (1983), Etimologías. Vol. 1 (Libros I-X) (Texto latino, versión española, notas e índices por José Oroz Reta y Manuel A. Marcos Casquero; Introd. general por Manuel C. Díaz y Díaz), Madrid: Edit. Católica (Biblioteca de Autores Cristianos).

Thurber, J. (1942), Fables for Our Time, New York: Blue Ribbon Books.

NOTAS:

El impresionante recorrido editorial de La Oveja negra y demás fábulas abarca, entre su fructífero registro, la casa editora Joaquín Mortiz, de México (1969); la Editorial Seix Barral, de Barcelona (1981); Martín Casillas Editores, de México (1981); la Editorial Nueva Nicaragua, de Managua (1982); Casa de las Américas, de La Habana (1985); Alfaguara, de Madrid (1986); Secretaría de Educación Pública, de México (1986); la edición conmemorativa de Seix Barral (1989); Ediciones Era, de México (1990); Editorial Anagrama, de Barcelona (1991); la edición conmemorativa del Fondo de Cultura Económica y el Consejo Nacional de las Artes, de México (1991); Alfaguara Juvenil, de Bogotá (1992); la edición masiva en Periolibros del Fondo de Cultura Económica (número 13, octubre de 1993, cuyo tiraje fue de 3, 500 000 ejemplares en formato tabloide, distribuidos de manera gratuita en toda Hispanoamérica a través de las distintas sucursales del FCE; las ilustraciones corrieron a cargo del artista plástico Francisco Toledo); RBA Editores, de Barcelona (1994); Alfaguara y Editorial Piedra Santa, de Guatemala (1994); Alfaguara, de Madrid y de México (1996, sección del volumen Cuentos, fábulas y lo demás es silencio); Ediciones Era y Secretaría de Educación Pública, de México (2003), Punto de Lectura, de Madrid (2003), etc.

“El Conejo y el León”; “El Mono que quiso ser escritor satírico”; La Mosca que soñaba que era un Águila”; “La Oveja negra”; “El Sabio que tomó el poder”; “El Búho que quería salvar a la Humanidad”; “La Tortuga y Aquiles”; “El Camaleón que finalmente no sabía de qué color ponerse”; “La Jirafa que de pronto comprendió que todo es relativo”; “Los otros seis”; “La Cucaracha soñadora”; “La Rana que quería ser una Rana auténtica”; “Las dos colas, o el filósofo ecléctico”; “El Grillo maestro”; “Sansón y los filisteos”; “El Cerdo de la piara de Epicuro”; “Caballo imaginando a Dios”; “El Perro que deseaba ser un ser humano”; “El Mono piensa en ese tema”; “El Burro y la Flauta”; “La parte del León”; “Gallus aureorum ouorum”; “La Sirena inconforme”; “Los Cuervos bien criados”; “Paréntesis”; “El Fabulista y sus críticos”, y “El Zorro es más sabio”.

En otra entrevista, por ejemplo, redondeó la gracia en torno al voraz K`nyo Mobutu puntualizando que éste fue un autor africano del siglo XIX consagrado a la antropofagia hasta los veintiocho años y que, tras volverse vegetariano, escribió en Londres su Nueva fisiología del gusto, publicada por la Editorial Endimión, en Saint Louis, Missouri (Monterroso, 1990, p. 29).

“[…] la fábula es [...] un segundo término, un ejemplo al servicio de un primer término”.

Monterroso escribe con mayúsculas tanto los nombres comunes de cada protagonista como los de ciertos lugares (la Selva) y todos los de títulos ocupacionales (el Psicoanalista; el Director de Escuela...), con el propósito de personalizar e individualizar cada figura.

Acostumbradas a las injusticias, la vaca, la cabra y la oveja forman una alianza con el león. Después de que, efectivamente, los cuatro dan caza a un ciervo, el león aduce que, en virtud de su título real, se llevará la primera parte; por ser copropietario, dice, se adueñará de la segunda; porque es más poderoso, sostiene, se comerá la tercera; por último, advierte que, si alguien intenta tocar la cuarta, se las tendrá que ver con su furia. La fábula enseñaba que nunca son recomendables las alianzas con los poderosos (Fedro, Fábulas; Aviano, Fábulas; Fábulas de Rómulo, 2005, p. 86).

La fábula se remonta a Esopo (“La hormiga y el escarabajo”) y Babrio (“La cigarra y la hormiga”); además, fue recreada por La Fontaine y Samaniego. En ella, una cigarra, que no había hecho más que cantar durante el verano, se ve en el apuro de pedir prestado alimento a la hormiga, que se lo niega rotundamente. La moraleja recordaba que el trabajo incesante recompensa con la supervivencia, mientras que la desidia se pude pagar tan caro como con la vida misma.

El “Mono” que quiso ser escritor satírico se dio cuenta que “le faltaba conocer a la gente”; la “Mosca” pone las sienes en la almohada; el “Búho”, al repasar los males que sufren los animales de la “Selva”, se da cuenta de “todos los defectos que hacían desgraciada a la Humanidad”; la “Rana” se peina y se viste para averiguar la “opinión de la gente”; la “Vaca”, la “Cabra” y la “Oveja”, para conjurar el apetito del “León”, invocan los “derechos humanos”, etcétera.

   
  Universidad de Guadalajara
Centro Universitario de Ciencias Sociales y Humanidades
Departametno de Letras / Departamento de Estudios Literarios