Reescrituras de un pirata en el Romanticismo. El caso de Bertram, de Charles Maturin, e Il pirata, de Felice Romani y Vincenzo Bellini.

Rewritings of a Pirate in Romanticism. The Cases of Betram, by Charles Maturin, and Il pirata, by Felice Romani and Vincenzo Bellini.

DOI: 10.32870/argos.v10.n26.1.23b

María Fernández Rodríguez
Universidad de Salamanca (ESPAÑA)
CE: ferrodmary@gmail.com
https://orcid.org/0000-0002-9865-8200

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Recepción: 07/02/2023
Revisión: 14/02/2023
Aprobación: 17/03/2023

   

Cómo citar este artículo (APA):

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(Fernández, 2023, p. _)

En lista de referencias:
Fernández, M. (2023).  Reescrituras de un pirata en el Romanticismo. El caso de Bertram, de Charles Maturin, e Il pirata, de Felice Romani y Vincenzo Bellini. Revista Argos. 10(26). 3-25 DOI:10.32870/argos.v10.n26.1.23b

   
           
     

Resumen:
Aunque John Silver y los motivos que Robert Louis Stevenson le atribuye en su novela sean los que, en mayor o menor medida, han impuesto el patrón por el que están modelados el resto de bucaneros en la ficción desde la publicación de La isla del tesoro hasta la actualidad, antes, en pleno Romanticismo, otros piratas poblaron obras, líricas, narrativas y dramáticas, que contribuyeron a su manera a enriquecer la figura del pirata literario. En este trabajo se presenta un caso concreto, el de Bertram, de Charles Maturin; personaje y obra que, a través de diversas reescrituras, y arrastrando su inspiración byroniana, traspasaron fronteras, tanto lingüísticas como artísticas, y acabaron por dar lugar a una ópera, altamente romántica, en la pluma de Vincenzo Bellini y su libretista, Felice Romani: Il pirata.

Palabras clave: Romanticismo. Ficción. Piratas. Reescritura literaria.

Abstract:
Since the publication of Treasure Island by Robert Louis Stevenson, fictional buccaneers as of today have obtained most of their features following the pattern of John Silver and his aesthetic motives, which we can find in the novel. Nevertheless, before Treasure Island, other kind of pirates in the Romanticism were the main characters of several lyric, narrative and dramatic works which made an important contribution to enrich the literary pirate figure. One of them is Bertram, by Charles Maturin, character and text that received some rewritings and, carrying their Byronic inspiration, crossed linguistic and artistic boundaries and turned to be the base for a highly Romantic opera: Il pirata, by Vincenzo Bellini and his librettist, Felice Romani.

Keywords: Romanticism. Fiction. pirates. literary rewriting.

 

   
 

Introducción.
Pasos previos a Bertram: el pirata como figura romántica en la literatura inglesa.
Atribuir un origen anglosajón, así como romántico, a la figura del pirata, fraguada en la concepción popular —la de ese bucanero con pata de palo, parche en el ojo, loro al hombro y buscador de tesoros— es una decisión innegablemente acertada. Si bien la presencia de filibusteros en literaturas y movimientos anteriores es, del mismo modo, irrefutable, fue la literatura romántica en lengua inglesa (tanto europea como americana) la que más respaldo mítico y estético otorgó al icono del pirata que ha llegado hasta la actualidad (Campbell, 2011; Gosse, 2008). Una imagen, asimismo, indisoluble de la aventura, pero también de otros valores como la rebeldía, el ansia de libertad y la acracia.

Esta cosmovisión del pirata en la ficción y la literatura se debe, en buena medida, a un cómputo de obras reducido, pero que inmediatamente se convirtieron en hipotextos y architextos —en la terminología de Genette (1989)[1]— que otros autores posteriores, y hasta el día de hoy, emplearon para configurar y engrandecer el imaginario popular construido en torno a la figura del pirata ficticio.

El epítome del personaje piratesco se alcanzó con el Long John Silver de La isla del tesoro (Treasure Island, 1883), de Robert Louis Stevenson. Un bucanero que, además de “formidable navegante”, como lo llama el propio Jim Hawkins en la novela (2012a, p.356), se trata de un coloso de intelecto insuperable, con una labia y un instinto de supervivencia inauditos, que le sirven para escabullirse de los aprietos en que le sitúa la “vida de fortuna” —la vida del pirata—; apuros, por cierto, de los que sale, si no con algún premio, sí al menos airoso. John Silver se alza, pues, como la quintaesencia del pirata literario y ficticio, del que otras figuras piratescas beben consciente o inconscientemente (Cordingly, 2005; Fernández, 2018).

No obstante, Stevenson no creó a su pirata desde cero. Muchos otros autores, principalmente anglosajones —y recogidos por él mismo en diversos paratextos en los que ensayó sobre La isla del tesoro, como son el artículo para la revista The Idle titulado “Mi primer libro” (Stevenson, 2012b), y el poema “Al comprador indeciso” (“To the Hesitating Purchaser”, 1883)—, fueron los que ofrecieron a Stevenson diversos motivos, e incluso intertextos, que el autor acabó por implementar a su universo diegético y, en última instancia, por cristalizar como elementos y características inherentes a todo personaje piratesco que se precie. Stevenson reconoce haber plagiado —“creo que el plagio raras veces llegó tan lejos”, asevera, no sin ironía y buen humor (2012b, p.371)—, entre otras obras, la Historia general de los piratas (1724) del capitán Charles Johnson, así como las de los autores Edgar Allan Poe, Washington Irving, Frederick Marryat, James Fenimore Cooper, Charles Kingsley o William Kingston. Una gran nómina de escritores que evidencian las muchas lecturas de las que Stevenson tomó inspiración.

Sin embargo, la propuesta stevensoniana se produjo ya en un tardío siglo xix. Antes que él, dos grandes nombres de la literatura romántica inglesa, George Gordon Byron y Walter Scott —este último, otro de los admirados de Stevenson—, abordaron el tema de la piratería en sus obras. Lord Byron lo hizo con un poema narrativo, El corsario (The Corsair, 1814), mientras que Scott optó por la novela histórica —a cuya consumación como subgénero novelesco aportó tantísimo— con El pirata (The Pirate, 1822).

El poema de Byron se trata de una obra de juventud, en la que el autor, sin esconder sus intenciones autobiográficas, vuelca sus preocupaciones; todas ellas, de indomable espíritu romántico. La rebeldía, la libertad y el amor son principalmente las inquietudes por las que el protagonista, lord Conrad, un corsario que no responde a bandera alguna, se mueve y lucha. Solitario, autodestructivo e impenetrable, el protagonista del poema se dedica a atacar enclaves en el Mediterráneo conquistados por el imperio otomano y, así, poder liberar a las gentes de las colonias turcas. Pese a todo, lord Conrad se halla profundamente desengañado con la existencia, y es el amor por su pareja, Medora, lo único que alimenta sus pocas ganas de vivir. Los motivos tratados en el texto y asociados al pirata, así como la audacia mostrada por el poeta —quien planteaba una sensibilidad totalmente rompedora—, marcaron un hito en la literatura universal y fueron de considerable influencia en otros autores de toda Europa, como Espronceda, Hugo, Rivas, Pushkin, Lérmontov, Dumas o Lamartine (Montaner, 2013, p.36). Por otro lado, cabe mencionar también que la obra alcanzó, principalmente en el mundo de la música y las artes escénicas, una gran cantidad de adaptaciones: “La ópera Il Corsaro de Verdi (1848), la obertura Le Corsaire de Berlioz (1845) o el ballet Le Corsaire, con libreto de Jules-Henri Vernoy de Saint-Georges y música de Adolphe Adam (1856)” son solo algunos títulos (Pegenaute, 2014, pp.1-2).

Por su parte, la novela de Scott nos presenta un relato, a caballo entre el género histórico y el sentimental (Rigney, 2018), sobre un joven que, arrastrado por una adversa suerte, halla en la piratería —y la crueldad y vida delictiva que ello conlleva— una forma de supervivencia. Todos sus planteamientos vitales cambiarán, no obstante, cuando se enamore de Minna Troil, la hija del udaller de una de las islas Shetland[2], y el deseo de merecer al amor de su vida le haga ansiar la redención por sus crímenes pasados. El protagonista, Clement Cleveland, se alza así como un antihéroe romántico, casi trágico: aunque, en realidad, virtuoso y de buen corazón, sus actos anteriores truncarán su estabilidad y felicidad futuras.

Tanto Byron como Scott, si bien desde propuestas diferentes, ofrecen a los lectores personajes similares: dos jóvenes atractivos, de complejo mundo interior, individualistas pero enamorados, se encuentran alejados, de manera definitiva, de la sociedad, a la que no pueden regresar para poder vivir en paz con sus mujeres amadas. La profesión de la piratería que ejercen —de manera más o menos voluntaria—, derivada de sus turbulentas personalidades y circunstancias, les impide reconciliarse con la civilización y, por tanto, tornarse en hombres normales para gozar de los privilegios de una vida tranquila; entre ellos, estar junto a la persona amada. Este tipo de personaje, entre otras denominaciones, ha dado en llamarse “héroe byroniano”, y es definido por Pegenaute como:

Un individualista que constituye el epítome del sentimiento romántico en su defensa rebelde y apasionada de sus convicciones, que lucha con denuedo contra la injusticia y la tiranía […], un hombre misterioso, solitario, con un pasado oscuro, de gran valor y que puede encontrar su redención en su pasión por una mujer (2014, p.1).

En este contexto estético y literario surge la primera de las obras aquí analizadas: Bertram, o el castillo de Saint Aldobrand (Bertram, or the Castle of St. Aldobrand, 1816), de Charles Robert Maturin.

El mito romántico de Bertram
Bajo el patornazgo de Walter Scott, el joven autor angloirlandés Charles Maturin —cuya obra más relevante ha acabado por ser su novela Melmoth el errabundo (Melmoth the Wanderer, 1820)— presentó al público británico su tragedia Bertram en 1816 en el Drury Lane de Londres. La obra, dividida en cinco actos, fue un auténtico éxito entre el público (Willier, 1989; Kabatchnik, 2017), si bien, y por el contrario, las altas esferas intelectuales —y conservadoras— de la crítica la vilipendiaron con saña. Entre otros, Samuel Taylor Coleridge, además de hacerle severas e irónicas críticas, la tachó de “superfetation of blasphemy upon non-sense” (2014, p.492). Por su parte, lord Byron, quien junto con Scott había ejercido de mentor del joven Maturin durante la composición de la obra (Robertson, 2017), consideró que los detractores de Bertram no estaban a la altura de la nueva sensibilidad romántica de la que él mismo y Scott —y, por tanto, también su discípulo— eran adalides. En la actualidad, las invectivas de Coleridge se han querido ver como, efectivamente, una clara manifestación de un cambio de perspectiva y, sobre todo, de moral entre las capas intelectuales de comienzos del siglo xix. Así lo señala Gaull, quien da con la fórmula del éxito de Bertram entre las clases más populares: la obra es una de las inauguradoras de un nuevo género, propio de la época; esto es, el melodrama. Los elementos patéticos y tremendos de Bertram, todos ellos de índole pura y profundamente romántica —tormentas, naufragios, amores destructivos, pasiones desenfrenadas, escenas truculentas de asesinatos, filicidio y adulterio— conforman el interés necesario para un público que demandaba nuevas historias. De esta manera lo expresa Gaull:

Although called a tragedy, the popularity of Bertram is in part attributable to the melodramatic commonplaces it assimilated: spectacles such as storms, ship wrecks, processions of knights, robbers, monks, interiors of castles, chapels, a cliff, a forest, a cave, helpless women and children, corrupted clergymen, insanity, suicide, adultery, infanticide, jealousy, revenge, and murder (1983, p.260).
[Aunque considerada una tragedia, la popularidad de Bertram se debe en parte a los lugares comunes melodramáticos que asimiló: espectáculos como tormentas, naufragios, procesiones de caballeros, ladrones, monjes, interiores de castillos, capillas, un acantilado, un bosque, una cueva. , mujeres y niños indefensos, clérigos corruptos, locura, suicidio, adulterio, infanticidio, celos, venganza y asesinato.]

Así pues, Bertram contiene todos los ingredientes para erigirse como una obra romántica; un romanticismo, además, oscuro y más bien morboso. En opinión de Willier, más allá del innegable melodrama, la tragedia maturiniana alberga todos los motivos del recién inaugurado género gótico: la presencia de un castillo, a menudo en ruinas, sobre lo alto de un acantilado que parece precipitarse ante un siempre embravecido mar, regentado por un aristocrático tirano que tiene sometida a una heroína. En definitiva, “terror, confinement, paranoia, repression, and sexual sadism were central themes in gothic fiction” (1989, p.8). La obra de Maturin los muestra todos, y en ella tampoco faltan un estilo inflado y exagerado ni giros de trama sorprendentes y sensacionalistas (1989, p.12).

La obra representa la historia del conde Bertram, un héroe byroniano en toda regla (Kabatchnik, 2017) que, debido a ciertas disputas políticas que le enfrentaron a su némesis, lord Aldobrand, es desterrado de su patria y se ve obligado a convertirse en pirata no solo para sobrevivir, sino también, y sobre todo, para dar rienda suelta a todo el odio y el deseo de venganza que arden en su interior y fustigan su alma. Además, su exilio trajo consigo otra fuente inagotable de dolor: el truncamiento de su relación con el amor de su vida, Imogine. Sin embargo, el conflicto verdadero no estalla hasta que Bertram, debido a una tormenta —motivo con el que se inicia la obra—, naufraga fortuitamente en las tierras gobernadas por lord Aldobrand y encuentra, con estupor, que Imogine se ha desposado —por necesidades económicas— con su enemigo y que, incluso, es madre de un hijo de pequeña edad.

El odio desmedido de Bertram por lord Aldobrand se verá aún más intensificado ante tal revelación. Aprovechará, entonces, su condición de pirata para poder vengarse[3]: matará a lord Aldobrand —que, pese al ambiente gótico, es presentado como un hombre honrado y dulce con su esposa e hijo— y dejará que sus marineros saqueen y destruyan el castillo con total descontrol. Pero, antes, convencerá a Imogine de un último encuentro amoroso con él; acto de infidelidad que, sumado al asesinato de su marido, el vandalismo brutal de los hombres de Bertram y la destrucción del hogar de Aldobrand, torturarán la conciencia de Imogine y la llevarán a la locura, al posible asesinato de su hijo —el autor, ambiguamente, no deja claro qué ocurre con el niño, aunque todas las pistas conducen al infanticidio como reparo a la culpa de un matrimonio mancillado— y, finalmente, a su muerte por demencia. Se comprueba, pues, que el grado de componentes melodramáticos es altísimo.

Si nos centramos en los elementos únicamente piráticos de la obra, encontramos que Maturin es digno sucesor de la escuela byroniana: Bertram es un antihéroe atormentado por su propio yo, “a man of woe” —como él mismo se describe (1817, p.6)—; un hombre de congojas e infortunios, de pasiones desatadas y más elevadas que el resto de hombres comunes. Al igual que lord Conrad, se distingue del resto de sus marineros, con los que no se junta: “He mixed not with the rest, / but o’er his wild mates held a stern control” (1817, p.24), leemos del protagonista, y así lo hacemos del lord Conrad byroniano (canto i, vv. 63-66):

With these he mingles not but to command;
Few are his words, but keen his eye and hand.
Ne’er seasons he with mirth their jovial mess,
But they forgive his silence for success (Byron, 1898-1904)[4].
[Con éstos no se mezcla sino para mandar;
Pocas son sus palabras, pero agudas su vista y su mano.
Nunca sazona con alegría su jovial desorden,
Pero le perdonan el silencio del éxito.]

Bertram es, claramente, un personaje excelso, que nada tiene que ver con el resto de sus congéneres. Por ello, uno de los personajes más influyentes de la obra, el Prior, le pide que abandone la vida de bucanero, puesto que sabe que su espíritu, aunque egregio, no es el de un criminal, al contrario que ocurre con el resto de sus tripulantes. El Prior considera a Bertram un “high-hearted man, sublime even in thy guilt / whose passions are thy crimes” (1817, p.35), y lo insta a abandonar a esos “desperate men”, a sus “fearful mates”; en definitiva, a esa banda de delincuentes “whose trade is blood” (1817, p.34), y con los que, en opinión del Prior, el antihéroe de esta historia no tiene nada que ver.

Así las cosas, la descripción que el autor nos hace de los piratas que conforman la tripulación de Bertram indica que son un grupo de hombres vulgares y adustos, que cantan en conjunto[5], y que son ruidosos y bárbaros; son, en su mayor exponente, piratescos, en el sentido más histórico de la palabra. A día de hoy, los personajes piráticos que hallamos en la ficción suelen ser amables individuos ansiosos de aventura y un espíritu amistoso y fraternal; no obstante, aún en el siglo xix la Edad de Oro de la piratería histórica estaba muy cercana en el tiempo. Ante el ojo romántico, el pirata era contemplado como un ser extraordinario, situado por encima de la moral y la convención social de los hombres comunes, pero todavía estaba muy cerca de aquellos individuos que, durante los siglos xvi y, sobre todo, xvii y xviii poblaron las pesadillas de miles de inocentes habitantes en el Caribe y el resto de colonias americanas. Los piratas que encontramos en el Romanticismo, pues, son admirables, pero aún temibles. Por ello, cuando Maturin pone en escena a los compañeros de Bertram, nos muestra que no tienen piedad alguna cuando asaltan el castillo y que son prácticos en sus acciones, ya que huyen rápidamente tras el robo, dejando a su líder en tierra para que solucione sus conflictos internos y su deseo de revancha como un caballero o un guerrero. Si ya los piratas gozaban de un carácter fuera de serie en la cosmovisión romántica, sus capitanes, en consecuencia, se tratan de personajes de un espíritu aún más elevado y excepcional[6].

Por su parte, el protagonista podría considerarse una variante de héroe byroniano que alcanza la redención no en el amor por Imogine, al contrario que sus antecesores lord Conrad y Clement Cleveland (pues, en este caso, el rencor y la venganza superan a la pasión amorosa y acaban destruyendo a la dama), sino en el suicidio, pues Imogine, que muere en sus brazos, con la cabeza totalmente perdida, se niega a perdonarle por sus acciones, evitando que el protagonista se redima con su absolución.
Una trama tremenda, escabrosa y exacerbadamente romántica que, pese a todo, trascendió fuera de las fronteras británicas y llegó a Europa, donde tuvo una, para nada, desdeñable acogida.

Bertram en el panorama francés
Dada la innegable vinculación de la figura del pirata ficticio con la cultura anglosajona, podría ser sorprendente encontrar no pocos ejemplos en otras literaturas europeas que tengan al bucanero como eje central. Sin embargo, lo cierto es que otros Romanticismos no fueron ajenos al atractivo estético de esta figura —qué mejor ejemplo, en lengua española, que la “Canción del pirata” (1835) de José de Espronceda (2006)—. En el caso francés, habremos de mirar a su historia para hallar que Francia fue una de las naciones más prolíficas a la hora de aportar al mundo un buen número de bucaneros, tan fieros como los de origen inglés, aunque no se hayan incorporado al imaginario popular con tanto éxito como lo han hecho los británicos. Hombres como Michel le Basque, Jean David Nau “El Olonés”, el corsario y gobernador de Tortuga Bertrand d’Ogeron y otros numerosos ladrones del mar son recogidos en Piratas de América (De Americaensche Zee-Roovers, 1678), de Alexander Olivier Exquemelin; una de las obras que, junto a la Historia general de Charles Johnson y La isla del tesoro, e incluso la saga de Sandokán (1883-1913) de Emilio Salgari, han configurado la imagen del pirata actual (Lawson Lucas, 2006).

La relevancia de Bertram en el panorama francés alcanza diversas vertientes. Aparte de contribuir a perfilar un poco más los matices que la figura del pirata romántico puede abarcar —en este caso, el uso de la violencia y el crimen, inherentes al filibustero, para alimentar una trama de venganza—, la obra de Charles Maturin fue no solo precursora del género del melodrama en general, sino también de un tipo de melodrama en particular: el mélodrame francés.

Bertram fue acogido con gusto entre el público galo. El texto de Maturin fue primeramente traducido y adaptado y, finalmente, reescrito por los autores Charles Nodier e Isidore Justin Séverin Taylor: en 1821 llevaron a cabo una traducción libre, según ellos mismos indican en el prólogo de la obra, dado que la transcriben de memoria y adaptan ciertos aspectos a los gustos franceses (1821, pp.ix-x), titulada Bertram, ou le Chateau de St. Aldobrand. Podríamos considerar esta traducción, siguiendo las categorías heredadas de la transtextualidad genettiana y elaboradas por Gil González y Pardo García (que amplían y matizan las ya creadas por Genette), como una “imitación”, pues los autores escribieron este Bertram con la intención de “reproducir el argumento de una obra en otra en el eje de la similitud sistemática al original” (2018, p.34).

Sin embargo, al año siguiente, solamente Taylor escribió el libreto para un mélodrame, en el que realizó diversas modificaciones del hipotexto (la traslación de la trama a la corte de Caldora, o la introducción de un personaje nuevo, Itulbo, compadre de Bertram) y que tituló como Bertram, ou Le pirate, mélodrame en trois actes (1822), también de gran éxito y buena acogida entre autores literarios; especialmente por Víctor Hugo y Alejandro Dumas. Este último, incluso, lo utilizó como base para su novela de 1831, Antony (Kabatchnik, 2017, p.23). En este caso, y continuando con las categorías propuestas por Gil González y Pardo García, nos encontramos en el terreno de la “reescritura”, que los estudiosos definen como la “transformación del contenido de una obra sobre el eje de la diferencia”; más concretamente, Pardo García, en trabajo individual, describe la reescritura como aquella práctica “en la que se transforme sustancialmente el argumento, las coordenadas espacio-temporales, el significado, la interpretación o incluso la técnica y el estilo de una fuente reconocible” (2018, p.224). De un modo más llano, podríamos decir que Taylor adaptó, con algunos cambios y añadidos, el texto maturiniano, la configuración de sus personajes e, incluso, el sentido final de la obra —rebajada ahora en su carga tremenda, aunque sin renunciar a lo truculento—, y tuvo en cuenta ciertos componentes que servían al efecto estético de un medio ya no puramente literario, sino mixto entre lo textual y lo musical; esto es, un mélodrame.

Ahora bien, ¿qué es, exactamente, un mélodrame francés? La definición que propone Oliver es “most simply, […] a spoken play with musical commentary” (1969, p.327). El público de después de la Revolución, añade el estudioso, exigió nuevas tramas que se ajustaran a sus intereses y gustos, de carácter más popular y liviano, con focalización en emociones humanas y no heroicas como las que le ofrecía el teatro clásico y culto. En definitiva, “this audience demanded a spectacle that induced a powerful emotional response based on violence and passion”, con personajes planos pero extremados, tramas inverosímiles y numerosos elementos melodramáticos como muertes, anagnórisis y venganzas (1969, p.326). Esta misma idea la sostiene Lévy, que incluso habla del nacimiento de un nuevo género: el “frénetique” (2000). Así pues, los autores del mélodrame encontraron en los textos de la literatura romántica inglesa gótica su referente, convirtiendo la obra de Maturin en el primer hipotexto del que surgirían numerosas versiones e influencias (Giger, 2005).

De todas formas, no puede perderse de vista que el mélodrame es un género menor, propio de bulevares, con un acompañamiento musical más anecdótico que lírico y que, por tanto, da preponderancia a la palabra hablada, continúa describiendo Oliver (1969, p.327). Por este motivo, los compositores y libretistas franceses depositaron su atención especialmente no en la música, sino en el texto, provocando que en Francia se diera una corriente logocentrista[7] que revalorizara los guiones teatrales y los libretos operísticos por encima de la composición musical. Esto se debe también a otro factor: el panorama musical en el ámbito culto de la Francia del xix había disfrutado de poco desarrollo, frente a otros países como Austria o Italia, donde se había dado el proceso contrario; esto es, mayores innovaciones en la música y no en los libretos. A su vez, esta dedicación a la confección del texto logró que guiones teatrales y libretos musicales alcanzaran en Francia una solidez excepcional que atrajo a los compositores de aquellos países en los que la música, y no la letra, había dado un paso adelante. De esta manera, un género popular y menor como el mélodrame acabó por nutrir y aportar una renovación a un género elevado como el de la ópera; especialmente, la italiana (Henson & Roccatagliati, 1996).

Bertram llega a Italia. La reescritura de Il pirata de Romani-Bellini
En este contexto, surge el aclamado libretista italiano Felice Romani, autor de cuantiosos textos del Romanticismo italiano operístico; entre ellos, el libreto de Il Pirata (1827) que escribió para Vincenzo Bellini. Romani fue uno de esos autores que, atraídos por la consistencia de los textos dramáticos franceses y, especialmente, de los mélodrames, viajó a Francia para empaparse de las nuevas técnicas textuales que el público prefería. Fue así como Bertram, que llegó a Romani a través del trabajo de Nodier y Taylor y no directamente desde el texto de Maturin (Orrey, 1987, p.133), constituyó una nueva tendencia no solo literaria, sino también musical y artística en general, tiñendo la ópera clásica y culta de esas características exacerbadamente melodramáticas propias de los autores ingleses (Larson, 2015) y, en esencia, de convenciones “quintessentially “Romantic” (Smart, 2000, p.38).

Pero, a pesar de todos los convencionalismos profundamente románticos que Bertram aportó al panorama escénico, en la pluma de Romani la obra fue depurada de motivos y rasgos excesivamente melodramáticos y, aunque el argumento es prácticamente idéntico, la historia presentada en el libreto no describe una acción tremenda o truculenta, sino una trama con un marcado acento en lo emocional y lo irracional; esto es, un relato romántico idealista y trágico adaptado a un gusto más general. Romani ofreció a su público una espléndida obra que no solo mostraba el cambio de sensibilidad que se estaba viviendo en el siglo xix, sino que también presentó, junto con la música de Bellini, una ópera con la que era capaz de conmover al espectador al retratar a su protagonista de una forma más humana y menos extremada que Maturin. Romani, pues, continuó la intención reescritural de Taylor y ofreció al público su propuesta particular, alejándose de los aspectos morbosos del Bertram original y optando por una visión más idealizada y atemperada.

De esta manera, si nos remitimos directamente al texto de Romani[8], nos encontramos con una obra que, además de la trama de venganza ya presente en el hipotexto, tiene como tema central el amor frustrado de Gualtiero (Bertram en el texto italiano) e Imogene (con el nombre italianizado). Sin embargo, esta vez la relación de los protagonistas no conlleva consecuencias tan trágicas, pues, en este caso, no se produce el adulterio ni, por ende, el filicidio del hijo de Imogene, ni su propia muerte, como leíamos en el hipotexto. Por su parte, Gualtiero, a la hora de enfrentarse con su enemigo, Ernesto —ya no Aldobrand—, no se encara con un hombre dulce y sereno, buen esposo y padre, como en Bertram, sino con un auténtico villano despiadado y malvado, que odia ardientemente a Gualtiero porque el pirata es el único receptor del amor de Imogene. Asimismo, la dama no se ha casado con el antagonista por una acuciante necesidad de salir de la pobreza y la inanición, como en la obra de Maturin, sino porque Ernesto, aprovechando su situación ventajosa tras apoyar al vencedor Charles d’Anjou en la guerra contra Federico ii —a quien apoyaron tanto Gualtiero como el padre de Imogene—, extorsiona a la dama para que se despose con él a cambio de no ejecutar a su padre por traidor (Willier, 1989). Un retrato claramente desfavorecedor para el villano, pero que equilibra la enemistad de ambos personajes respecto de la de sus antecesores, favorece la empatía —e intensifica, asimismo, el pathos— con el antihéroe y justifica aún más los deseos de venganza de Gualtiero, frente a un irracional y visceral Bertram que es capaz de hundir consigo a su amada si con ello alcanza su objetivo de destrucción.

En este sentido, el drama se encuentra más embellecido en el libreto de Romani, ya que se produce un claro paralelismo entre protagonista y antagonista: ambos viven para la venganza, son las dos caras de la misma moneda, si bien el antihéroe es, pese a su personalidad apasionada y emocional, virtuoso y de buen corazón; el villano, ladino y mezquino. Por ello, en Il pirata, al contrario que en Bertram, Gualtiero no ataca a Ernesto aprovechando sus técnicas y compañeros bucaneros, sino que, en la escena en que ambos se encaran por vez primera tras el retorno de Gualtiero a Caldora, es Ernesto quien comienza la ofensiva por la espalda y, de no ser por la intervención de Imogene, el pirata habría muerto traicioneramente. Acto seguido, ambos hombres se enfrentan en duelo personal y gritan —cantan—a dúo las mismas palabras (ii, 7, vv. 690; 695-698)[9]:

GUALTIERO, ERNESTO:
¡Quiero sangre! […]      
[A Imogene] ¡Aléjate!... Lloras es vano...                                             
Quiero sangre, y será vertida.
[El uno al otro] ¡Al fin te he encontrado!
¡Oh, día deseado de venganza y furor! (Romani, 2008).

Por otra parte, si nos centramos en las cualidades piratescas del personaje de Gualtiero, veremos que se trata de un bucanero que, aunque sigue manteniendo características altamente románticas al estilo byroniano (Smart, 2000), presenta otros rasgos que se asemejan a algunos de los motivos que se le atribuyen al pirata de ficción actual; entre ellos, la fidelidad ciega de sus camaradas, una suerte de fraternidad entre criminales que ya podía leerse en otros textos como Piratas de América de Exquemelin o la Historia general de Johnson —y que podrá leerse, también, en La isla del tesoro, Sandokán o en otras ficciones más modernas, pues parece característica inherente del bucanero experimentar una leal amistad entre compañeros—. Así, en el texto de Romani cobra una importancia radical su íntimo amigo y segundo de a bordo, Itulbo —ya presente en la reescritura francesa de Taylor—, quien, con una sentida devoción y un sincero afecto, le cubre las espaldas durante toda la obra, ya que Gualtiero adolece, como buen antihéroe romántico, de una personalidad impulsiva, apasionada e imprudente.

En esta misma línea, Gualtiero no es un pirata por voluntad propia, puesto que su exilio y la decisión de abrazar la vida de fortuna fueron producto no de sus malas acciones —al igual que les ocurría a lord Conrad o a Clement Cleveland—, sino de las manipulaciones políticas de Ernesto. Asimismo, la actividad pirática ha servido a Gualtiero para desfogar su frustración personal, si bien, entre toda esa oscuridad, el amor de Imogene se alza como la única luz y posibilidad de redención. Un pirata, a todas luces, hijo del Romanticismo (i, 2, vv. 46-50; 52-59; 61-67):

GUALTIERO:
He arrasado al mundo con mi venganza...
Pero ha sido en vano.
El vil Ernesto, mi enemigo,
consiguió mi injusto destierro.
Pero dime...
¿Qué es de Imogene? […].
EREMITA[10]:
¡Pobre!... ¿Aún piensas en ella?
GUALTIERO:
¡Sólo en ella!... Escucha.
En el furor de las tempestades,
entre las matanzas de los piratas,                           
aquella imagen adorada
siempre estaba presente en mí.
Ha sido como un ángel celeste,
que aconsejaba la virtud […].
No espero nada… Pero amo y sufro.
Este amor disipa al menos
el horror de mis pensamientos.
Es un rayo que resplandece
en las tinieblas de mi corazón.                 
Mi vida ahora depende
de Imogene, del amor (Romani, 2008).

Sin embargo, donde mejor pueden verse los rasgos de la vida del pirata llevada por Gualtiero es en sus conversaciones con Imogene, con la que mantiene la llama de un amor mucho menos destructivo que el que mantenían Bertram e Imogine en el texto de Maturin. La primera de ellas, que tiene lugar en el acto i, escena 7, ocurre cuando Imogene, después de, con gran benevolencia y en un acto absoluto de piedad y buena voluntad —Romani da un paso adelante a la hora de perfilar, aún más, la personalidad de la dama—, ha dado cobijo a todos los náufragos de la tormenta sin saber siquiera si son piratas o marineros honrados, hace llamar al jefe de ellos, al que aún no ha reconocido como Gualtiero pero con el que, de alguna manera, se identifica al contemplar su planta melancólica. Al entrevistar al capitán del barco naufragado, Imogene le pregunta la causa de su patente desdicha. Gualtiero, aún sin revelar su identidad, le refiere que es un hombre sin familia, sin patria y sin nadie que le ame; es decir, un delincuente apátrida sin ninguna conexión con la vida en tierra, un pirata. A su vez, desdeña cualquier tipo de riqueza material, pues nada le queda en el mundo (i, 7, vv. 225-242)[11]:

IMOGENE:
Extranjero... Tu tristeza,                                                             
entre la alegría de los tuyos [por haberse salvado de la tormenta],
es prueba de que la fortuna
fue muy cruel contigo. Dime...
¿El mar te lo arrebató todo? ¿Necesitas oro?...

GUALTIERO:
No... No tengo razón de ser en el mundo.    

IMOGENE:
Comprendo...
¿Has perdido entre las olas, quizás,
un caro amor, un pariente o un amigo?...
¡Ah, entonces no podré consolarte, extranjero!...
Yo misma, yo misma vivo sin esperanza.     

GUALTIERO:
Cierto, el cielo me ha privado de cualquier bien.
Son tan horrendos mis males...

IMOGENE:
Quizás encuentres consuelo
en el seno de tu familia.
En el suelo de tu patria…

GUALTIERO:
¿Yo? Estoy solo en la tierra.
Familia y patria el impío destino me robó (Romani, 2008).

Es Gualtiero, ciertamente, un pirata de características plenamente románticas, al etilo de sus antecesores: forzado por sus desdichadas circunstancias a adoptar un temperamento fiero, propio de un pirata, se ha dedicado a una vida de crimen y deseo de venganza, pero que abandonaría si tuviera la oportunidad de volver a la sociedad a la que una vez perteneció; todo ello, con la condición ineludible de poder vivir su amor con Imogene. Pero el hecho de que su amada esté casada con su enemigo y sea, además, madre de su hijo, no hace sino llevar aún más a Gualtiero a la desesperación: cuando por fin le revela a Imogene su verdadera identidad, le manifiesta que su vida en el mar ha sido para él una prueba durísima a la fidelidad del amor que siente por ella, haciendo de la vida de fortuna un insufrible estado de penitencia transitorio del que esperaba recuperar un premio. Es de entender, por tanto, su desconsuelo cuando halla a Imogene casada con otro hombre que, además, es el causante de su desgracia (i, 7, vv. 282-285):

GUALTIERO:
[…] Yo, que ilusionado y ciego,
vivía sólo por ti.
He sufrido mil tormentos,
he desafiado tempestades y huracanes,
sólo para verte en los brazos                                                    
de mi perseguidor[12] (Romani, 2008).

Más adelante, cuando el ánimo de Gualtiero se calma y tiene la oportunidad de huir y volver al mar antes de que Ernesto le descubra, le propone a Imogene fugarse con él. En esta propuesta se produce un importante cambio de perspectiva respecto de la actividad pirática: si Gualtiero hubo de dedicarse a la piratería como medio para sobrevivir y poder volcar sus ansias de venganza contra el mundo que le condenó, ahora la vida del pirata y el cobijo proporcionado por un mar sin ley pueden ser la solución para alcanzar la felicidad, puesto que el océano y su inmensidad serán los benefactores de su amor con Imogene. Por eso, cuando ella le suplica que se marche sin culminar su venganza, él replica que solo abandonará su vendetta si ella se fuga con él (ii, 6, vv. 630-632; 634-635; 641-642; 645-648):

GUALTIERO:
Ernesto me busca... y me enfrentaré a él.                           
Mi espada está preparada...
a menos que tú me sigas […].
Han llegado dos barcos amigos…
Puedo pelear pero también huir […]
Mi destino me encadena a este lugar
y aquí tendré venganza o muerte […].
Sólo sé que sin ti muero.
(Imogene quiere responder, pero llora. Gualtiero
se enternece)
Ven, busquemos por los mares
el consuelo a nuestro dolor.
El amplio océano nos permitirá
encontrar un puerto tranquilo (Romani, 2008).

Pero Imogene se niega: aunque ama a Gualtiero con toda su alma, no cometerá una deslealtad para con su marido y su hijo, e insta a Gualtiero a perdonar, olvidar y marcharse, ya que el acto heroico del perdón lo culminará del suficiente honor como para expiar sus crímenes como ladrón de mar. En este momento irrumpe Ernesto y ambos hombres se enfrentan en su duelo personal. Gualtiero, al fin, da muerte a Ernesto de manera justa y honorable —recordemos que su enemigo le atacó por la espalda—, pero los miembros de la corte de Ernesto, al conocer que Gualtiero es un pirata, proceden a insultarle y se apresuran a capturarlo para hacer justicia, mientras lamentan la muerte de su señor —del que desconocen su pérfido corazón— (ii, 9, vv. 715-720):

CABALLEROS, DAMAS:
¡Pobre!... Morir así,                                                      
en la flor de sus años.
¿Y por quién? ¿Por quién?
¡Por la mano de un traidor!
¡De un vil pirata! (Romani, 2008).

No obstante, y para asombro de todos —y en reacción muy diferente al Bertram de quien toma su base—, Gualtiero se rinde y entrega su espada. Anuncia delante de todos que, culminada su venganza, nada le queda salvo el perdón de Imogene, si es que ella está dispuesta a otorgárselo. Acepta sumiso, aunque con entereza, que lo arresten y lo ejecuten por sus actos de piratería y el reciente asesinato de Ernesto. Así, el pirata encontrará su redención no solo en el perdón de la amada, sino también en el acto heroico y valiente de su propia entrega a la justicia. Este hecho causa admiración entre los presentes, que cambian su punto de vista sobre el pirata. Ya no lo consideran un vulgar criminal, sino un caballero honorable: “¡Ah, obligados a detestarte, / todavía admiramos tu coraje!” (ii, 10, vv. 762-763).

Pero las significancias del pirata no acaban aquí. Si en la figura de Gualtiero hemos visto que un criminal como puede ser un bucanero ha demostrado que la línea entre la profesión pirática y la heroicidad caballeresca es, cuando menos, sutil y ambigua, no podemos dejar de lado el retrato que Romani hace de los camaradas de Gualtiero. Su presencia es relativamente pequeña en la obra —la trama central es la historia de amor y de venganza—; su descripción, casi folclórica: un grupo de marineros que, alegres e impulsivos, cantan sobre los pequeños placeres de la vida, amparados por la protección del mar —en consonancia, de nuevo, con la visión más contemporánea sobre la figura pirática de ficción, que remite a la imagen que de ellos hizo también Maturin—. Romani pone en sus bocas una animada canción que suena fuera de escena (i, 5, vv. 183-186):

CORO DE PIRATAS:
Es el viento... Es el sonido de las olas
que rompen contra el acantilado.
La alegría de los piratas                               
es compartida por la tierra y el mar (Romani, 2008).

Pero, más allá de elementos amenos como las canciones, Romani no deja escapar otra de las características que más describen a los bucaneros: su camaradería. Como se anotó, podemos verla, principalmente, en el personaje de Itulbo, que más de una vez protege a Gualtiero de que sus impulsos pasionales le delaten en los momentos menos propicios, e incluso llega a fingir en alguna ocasión que él es el líder de la tripulación si, con ello, su amigo puede escapar de su fatal destino. Asimismo, cuando Gualtiero es llevado a ajusticiar en la última escena de la ópera, Itulbo comanda un ataque sorpresa de todos los marineros contra la corte del fallecido Ernesto para liberar a su capitán. Su intención, al contrario que en Bertram, no es la de saquear las posesiones del noble, sino la de salvar la vida de su líder y retornar a la vida de fortuna, lejos de la civilización que tanto dolor le ha causado a su noble capitán.

Sus esfuerzos serán, sin embargo, en vano, puesto que Gualtiero, en consonancia con su romántica y trágica personalidad, se zafa de la ayuda de sus hombres y se suicida para encontrar por fin la paz espiritual.

Conclusiones. Piratas de ayer y hoy
Aunque aún muy distantes de los piratas que conocemos en la ficción actual, que más tienen que ver con un amable aventurero que con un antihéroe grave y descorazonado, vale la pena asomarse a los personajes piráticos propuestos por los autores románticos del siglo xix para contrastar sus características, y observar cómo muchas de sus cargas semánticas y estéticas han mudado con el paso de estos dos siglos. Hoy en día, el pirata se asocia con un tipo de ficción que entronca con lo popular y, cada vez más, con lo infantil y lo juvenil; sin embargo, en sus orígenes como figura literaria hemos podido comprobar que el retrato que recibía por parte de los autores poco o nada tenía que ver con esa imagen dulcificada y casi caricaturesca por la que, en la actualidad, el bucanero ficticio, espada en mano y loro al hombro, se lanza a navegar con desenfado y gracia por misteriosos y atractivos mares.

Los primeros piratas literarios tomaron cuerpo en la pluma de un escritor tan particularmente idiosincrásico como fue lord Byron, así como en la de sus colegas e imitadores tanto en lengua inglesa como en otras lenguas europeas, y la forma en que se presentaron todos estos personajes fomentó que el filibustero en la ficción —ya fuera esta lírica, narrativa o dramática— se empleara como reflejo o, incluso, como cauce de las inquietudes románticas más trascendentales. La rebeldía y la libertad, pero también la violencia, el amor y otras pasiones desenfrenadas tienen cabida en estos piratas románticos que, si bien apenas quedan en el recuerdo para la concepción del pirata contemporáneo, merecen ser mencionados para comprender aún más a fondo el comportamiento de un icono literario y popular como es el bucanero.

El ejemplo de Bertram y de sus reescrituras, especialmente Il pirata, resulta paradigmático. El pirata se estaba fraguando como figura estética y los autores, tanto literarios como de otras artes —como son aquellos dedicados al mélodrame francés, o Romani en su calidad de libretista—, cultivaron ese nuevo personaje que tantos significados podía otorgarles. Y, si bien desde el patrón de Stevenson —propuesto aquí como el autor con el que cristalizaron todos los motivos del pirata en la ficción— fue desde el cual la mayor parte de bucaneros de ficción posteriores fueron modelados —el capitán Garfio, Guybrush Threepwood, Jack Sparrow…—, otros literatos no fueron ajenos a la sugestiva imagen del filibustero que, sin dejar de ser noble ni virtuoso, carga sobre sus hombros una gran pena o una misión de venganza y de restitución del honor o la posición perdida. Autores como Emilio Salgari o Rafael Sabatini están indudablemente impregnados de romanticismo, pero, si hilamos más fino, habremos de reconocer que hasta los piratas más propios de la cultura popular —el capitán Vallo de El temible burlón (The Crimson Pirate, 1952), Monkey D. Luffy o, incluso, el pirata Garrapata de Juan Muñoz Martín— también lo están. Rebeldía contra el opresor, enemistades, amores difíciles o una acusada camaradería siguen caracterizando al pirata en la actualidad, pero fueron rasgos que ya estaban presentes en su configuración desde el Romanticismo y los motivos por los que los autores decimonónicos decidieron acoger a los ladrones del mar entre sus textos como depositarios de todas sus inquietudes.

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NOTAS:

[1] De Genette se tomarán también otros conceptos, como intertexto o paratexto, que serán usados a lo largo de este estudio. 

[2] Premisa argumental, por cierto, basada en hechos reales; concretamente, en la historia del pirata John Smith, alias “Gow” (Cuddy, 2013).

[3] No será infrecuente en la literatura, así como en otros medios de ficción, el tropo del hombre o incluso caballero de buena familia o noble que, por azares el destino, emplea la piratería para canalizar sus ansias de venganza. Será el argumento, por ejemplo, de El corsario negro (Il corsaro nero, 1898), de Emilio Salgari, y de la película El pirata negro (The Black Pirate, 1926), dirigida por Albert Parker y protagonizada por Douglas Fairbanks. En ficción más contemporánea, será también lo que le ocurra al personaje de James McGraw en la serie Black Sails (2014-2017), que acabará por convertirse en el capitán James Flint —constituyendo, pues, una precuela de La isla del tesoro de Stevenson—.

[4] No obstante, sería necesario destacar que Bertram tiene un sentimiento de fraternidad con sus camaradas bastante remarcado, a los que considera “my band of blood” (1817, p.57). Se distingue así de Conrad, que desprecia a sus subordinados, como si se tratasen de simples siervos de su feudo, y no de auténticos compañeros. Bertram es un héroe byroniano sin duda alguna, pero con sus particulares características.

[5] Si nos damos cuenta, el canto, sobre todo de salomas y otras canciones de temática marinera, es un motivo estético que perdura en el imaginario pirático de ficción actual. Stevenson también lo incorporó a La isla del tesoro, con la mítica canción “Quince hombres en el cofre del muerto”.

[6] De hecho, las últimas palabras de Bertram, antes de suicidarse espada en mano, hacen alusión a su carácter único como guerrero y no como criminal: “I died no felon death— / a warrior’s weapon freed a warrior’s soul” (1817, p.80).

[7] Uso el término en el mismo sentido en que lo hace Pavis (1984); esto es, la “perspectiva que domina el pensamiento teatral hasta fina­les del siglo xix, se prolonga con gran fuerza hasta hoy y considera la obra del poeta, el texto escrito, como el elemento primero, autónomo y principal del arte teatral, depositario de su contenido esencial, del senti­do, la interpretación y el espíritu de la ‘obra’” (García, 2015, p.90).

[8] En este artículo solo se atenderán a las características románticas del pirata en lo referente al texto de la ópera, y no a la música. Sin perder de vista que un libreto operístico no puede entenderse sin la música que lo acompaña (Henson & Roccatagliati, 1996), se invita a otros investigadores a indagar sobre cómo el texto de Romani se aúna con la música de Bellini para expandir los significados acarreados desde el Bertram.

[9] Cito en romanos el número del acto y en arábigos la escena de ese acto, a la vez que señalo los versos totales de la obra.

[10] Personaje aliado de Gualtiero y reescritura del Prior de Bertram, que en este caso también sufrió las consecuencias del ostracismo del protagonista: perdió todas sus posesiones en tierra y se vio obligado a abrazar la vida de ermitaño. El Prior de Bertram, sin embargo, posee un papel más pasivo y morboso, pues tan solo se dedica a contemplar la trama de venganza que se desarrolla ante sus ojos y a afear la sumisión de Imogine ante Bertram, lo que recrudece aún más el sentimiento de culpa de la dama y, con ello, precipita su locura y su muerte.

[11] Se hermana, en este sentido, con el pirata de Espronceda, cuando este clama: “En las presas / yo divido / lo cogido / por igual; / solo quiero / por riqueza / la belleza / sin rival” (2006; pp. 59-66). Irónicamente, aunque los personajes aquí mencionados, desde lord Conrad hasta Gualtiero, se traten de ladrones del mar, su personalidad íntimamente romántica les hace desdeñar las posesiones materiales y aspirar al absoluto. Otro rasgo romántico que les caracteriza.

[12] Cabe señalar que Ernesto, tras conseguir el destierro de Gualtiero, se ha convertido en un afamado cazapiratas. Más allá de las intenciones nobles de limpiar las aguas de malhechores, la verdadera intención de Ernesto es dar caza a su contrincante y eliminarle de una vez por todas

   
  Universidad de Guadalajara
Centro Universitario de Ciencias Sociales y Humanidades
Departametno de Letras / Departamento de Estudios Literarios