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Ironía, filosofía y poesía.
El concepto de ironía, como parte del pensamiento epistemológico, estético y ético de Friedrich Schlegel continúa siendo un referente insoslayable de los estudios filosóficos y de estética (teoría del arte), en particular, como herramienta hermenéutica, de exégesis, comprensión y análisis de una muy diversa cantidad de prácticas artísticas contemporáneas, entre ellas, el ámbito literario. Por otra parte, si bien la ironía recobra en este punto de la tradición occidental cierta posición dentro del campo de la filosofía, como ocurría en la Antigüedad clásica, lo cierto es que ahora, además de circunscribirse en el ámbito de la estética, o mejor aún, de la filosofía del arte, únicamente conservará algunos ecos de la así llamada ‘ironía socrática’ o filosófica. Afirma Schlegel:
Una auténtica teoría de la poesía empezaría con la disparidad absoluta derivada de la separación externa e indisoluble del arte y la belleza en estadobruto, expondría a continuación la lucha entre ambos y terminaría, al final, con la perfecta armonía de poesía natural y poesía artificial […] Una filosofía de la poesía en general tendría que empezar con la autonomía de lo bello, con la proposición de que lo bello está y debe ser separado de lo verdadero y lo moral, y que tiene los mismos derechos que estos. (2009, p. 118)
De esta forma, aludiendo a Sócrates y teniendo como interlocutor a Friedrich Schlegel, tomaremos la idea de disimulo o fingimiento, es decir, de ficción como modo de cuestionar lo aparente, los juicios ingenuos o la soberbia de quienes buscan a toda costa en Bajo la rueda (1906) de Hermann Hesse, que Hans Giebenrath, el pueblerino, en quien recaen no sólo todas las esperanzas de su padre de que se convierta en el referente de la periferia o de la localidad provinciana en la ciudad, sino de toda la comunidad encabezada por el señor párroco (no poco liberal), y su ya mencionado progenitor. Así, vemos interviniendo al narrador omnisciente en Bajo la rueda:
[…] tratando de hacerse una idea de que sería su vida si no existiera nada parecido al Seminario, al Gymnasium o al estudio. Estaría de aprendiz en cualquier taller o de meritorio en cualquier despacho de la pequeña ciudad y durante toda su vida sería una de aquellas gentes sin ambición a las que tanto despreciaba y con las que deseaba evitar todo contacto o semejanza (Hesse, 2017, p. 28).
Por otro lado, tenemos al zapatero Flaig que, si bien es crítico del pastor por sus pocas muestras de fe verdadera, tiene en gran estima a Hans, pero tan pronto este debe renunciar a su vida, la propia de un joven de su edad apegada a la naturaleza y al juego, para dedicarse tiempo completo a la exigencia y trabajo arduo que los estudios requieren (religión, latín, hebreo, griego, matemáticas, retórica, etc.), Hans procura evitar toda conversación y aproximación con este. En uno de los últimos encuentros que acontecen entre el zapatero y el joven estudiante, comenta el primero al segundo en voz del narrador:
Flaig habló del examen, le deseó suerte y trató de infundirle valor, pero todos sus esfuerzos se encaminaron a demostrarle que la prueba era tan solo algo exterior y circunstancial. Fracasar no sería una vergüenza, pues podía ocurrirle algo mejor, y en el caso de que le sucediera a él, tenía que pensar que Dios había elegido su alma como merecedora de especiales designios y que la conduciría finalmente por el camino que le tenía señalado (p. 16).
Se trata, por tanto, de una metodología que, si en Sócrates la ironía se encontraba al servicio de una verdad preexistente y, en último término, accesible, buscaba evidenciar el error de aquellas opiniones o juicios aparentemente verdaderos para así lograr acceder a un conocimiento firme sobre lo real.
La ironía socrática es el único fingimiento absolutamente involuntario y, sin embargo, absolutamente reflexivo. Tan imposible resulta simularla como revelarla. Para quien carece de ella seguirá siendo un enigma aún después de la más abierta confesión. Su cometido no es engañar a nadie, exceptuando a aquéllos que la consideran un engaño y que, o bien se complacen con la magnífica travesura que consiste en tomar el pelo a todo el mundo, o bien se enojan al sospechar que podría aludirlos. En ella todo debe ser broma y todo debe ser serio, todo debe resultar cándidamente sincero y profundamente simulado a la vez (Schlegel, 2009, pp. 48-49).
La ironía va a ser para Schlegel una estrategia discursiva y de pensamiento con la cual cuestionar críticamente los vínculos existentes entre lo objetivo y lo subjetivo, lo finito y lo infinito, lo real y lo ideal, la libertad y la esclavitud, la naturaleza y la sociedad, tal como la relación entre Hans y Heilner en el texto de Hesse; o, la disciplina requerida en Maulbronn y la amistad erótico-poética rebelde entre ambos protagonistas de la obra. La ironía misma, es un amplio campo de lo incomprensible, que puede utilizarse para confundir a la gente –muy utilizada aquí por Hesse como narrador omnisciente-:
¡Qué hermoso fue el desarrollo del joven Giebenrath! Por su propio impulso apartó de su lado la holganza y el juego, en definitiva, no se rió nunca durante las lecciones, además prescindió por completo de los pasatiempos favoritos que eran para él la jardinería, la cría de conejos y la pesca, para dedicarse íntegramente a los estudios. (Hesse, 2017, p. 42).
Por lo anterior, aunque parezca irónico, bien podría considerarse como algo bueno preservar la incomprensibilidad acerca de aquello que desconocemos, como sucede en Bajo la rueda, por ejemplo, en aquella escena en la que después de que Hans había salido de sus exámenes con un mal sabor de boca, resulta que no sólo aprobó y fue aceptado un Maulbronn, sino que habiéndolo hecho tan bien, se lleva el segundo lugar entre los pocos admitidos.
Cuando Hans se echó en la cama, estaba tan cansado y tenía tanto sueño, que no se detuvo siquiera para pensar en la jornada transcurrida. Le quedaban aún una larga serie de hermosos y alegres días para dedicarlos a la holganza, al baño, a la pesca y a la meditación. Tan sólo le atormentaba la idea de no haber alcanzado el número uno en el examen, pero esperaba que los goces veraniegos borraran pronto el penoso resquemor (p. 36).
Otra escena que raya en la ironía es aquella que se suscita poco más delante de la mencionada anteriormente, cuando Hans es felicitado por el señor párroco en su biblioteca repleta de volúmenes sacros, piadosos cánticos, obras modernas y publicaciones científicas, entre otras, que casi parecían evocar en su conjunto la “Teoría de la doble verdad” de Averroes.
En la teología sucede igual que en cualquier otra cosa. Existe una teología que es arte y otra que es ciencia o que al menos se esfuerza en serlo. Así fue en la antigüedad y así es ahora, siempre han servido los científicos el viejo vino en los nuevos odres, mientras los artistas, sin cuidado por algunos errores exteriores y perseverantes en sus concepciones, han sido el consuelo y la alegría de muchos […] Es ya la vieja lucha desigual entre la crítica y la creación, entre la ciencia y el arte, en la que aquélla tiene siempre la razón sin que nadie saque de ello provecho y en la que esta lanza al aire la semilla de la fe, del amor, del consuelo y de la belleza, hallando siempre la buena tierra donde fructifica. Pues la vida es más fuerte que la muerte y la fe más poderosa que la duda (p. 37).
Luego de escucharle, tenemos que Hans:
Casi satisfecho abandonó la casa del pastor y echó a andar por el camino de los alerces, hacia el bosque. Su leve mal humor había desaparecido por completo, y cuanto más meditaba la propuesta del pastor, más aceptable la encontraba. Tenía el convencimiento de que le aguardaba un trabajo arduo en el Seminario y que debería esforzarse mucho para conseguir adelantar a sus compañeros. Y ese era su principal propósito. ¿Por qué? Ni él mismo lo sabía (p. 38).
Pero no podía faltar la otra voz, la de la conciencia verdaderamente devota, sencilla y práctica, a la vez que crítica de la “liberalidad” del párroco, la del zapatero Flaig al ver pasar a Hans frente a su taller.
El zapatero Flaig lo llamó desde la ventana de su taller, donde estaba sentado en su pequeño taburete, con un zapato a medio terminar sobre las rodillas.
-¿Dónde vas, hijo mío? Ya no te vemos nunca por aquí.
-Ahora voy a casa del pastor.
¿Aún sigues así? El examen ya pasó.
-Es cierto. Pero ahora se acerca otra cosa. Necesito saber el Nuevo Testamento. Parece ser que está escrito en un griego totalmente diferente al que he aprendido. Y por eso tengo que aprenderlo también.
[…]
-Hans –dijo en un tono confidencial-, quiero decirte una cosa. Hasta ahora he procurado mantenerme en silencio a causa del examen, pero ya es tiempo de que te haga una advertencia. Has de saber que el párroco es un incrédulo. Te dirá y te sostendrá que las Sagradas Escrituras son falsas y falaces, y cuando en su compañía hayas terminado de leer el Nuevo Testamento, te encontrarás con que has perdido la fe sin saber cómo.
-¡Pero, señor Flaig, se trata tan sólo del griego! En el Seminario también tendré que aprenderlo.
-Eso dices tú. Pero hay mucha diferencia entre estudiar el Nuevo Testamento con un maestro piadoso y consciente y otro que ni siquiera cree en el buen Dios (p. 39).
Sabemos por el diálogo platónico de la Apología de Sócrates que, este último fue condenado a beber la cicuta tras ser acusado entre otras cosas de negar a los dioses (del Estado) y de corromper a los jóvenes, entre otras cosas, quien no obstante, pudo salvar su vida optando por el propio destierro y rebelándose de lo dicho, pero decidió quedarse y así morir en congruencia de sus ideas y de paso, no provocar con su huida una raya más a la corrupción de las leyes y del gobierno ateniense, además de decadencia moral en la que vivía ya por entonces la polis en la que este habitaba. Por irónico que pueda parecer, Hans se ve casi obligado a llevar una vida ya muy cercana a la que llevará en el Seminario, sin haber llegado todavía a su inminente internamiento en el mismo. Esto es, estando aun en casa ya adoptaba un comportamiento y una actitud a la cual Sócrates, muy probablemente jamás habría recurrido ni aceptado.
El Gobierno, a cuya costa vivían y estudiaban los seminaristas, había procurado que sus alumnos fueran unos espíritus infantiles a los que pudiera por ello reconocer más tarde:
Era una especie de fino y seguro estigma, y un ingenioso símbolo de servidumbre. Con la sola excepción de los indómitos, que de cuando en cuando se destacaban entre la masa amorfa de los demás, se podía reconocer a los seminaristas durante toda su vida […] ¡Qué diferentes son los hombres y qué diversos los ambientes y las circunstancias donde viven y se desarrollan sus facultades! De ese modo igualaba el Gobierno a sus protegidos y los vestía con una especie de librea o uniforme espiritual, del que no podían desprenderse nunca (p. 47).
Tenemos en cambio, por otro lado, a nuestro socrático colega Heilner, amigo de Hans, joven incorruptible, rebelde y pagano de los dioses del estado, dispuesto a morir defendiendo sus ideales, sus valores y su ética, le dice en una conversación a Hans:
-Ahí tienes a Homero –exclamó en tanto que señalaba el libro que estaba sobre la hierba-. En clase lo leemos como si la Odisea fuera un libro de cocina. Dos versos cada hora y luego el estúpido análisis, palabra por palabra, para poder decir, al final de la clase: ¿Ven ustedes que bien compuso el poeta? ¡Acaban de echar una ojeada al secreto de la creación poética! Pero la verdad es que sólo nos detenemos en los participios y en los aoristos, en las particularidades gramaticales y en la composición. Para hacerlo de esa manera, no me importa que Homero desaparezca del recuerdo de los hombres. ¿Qué nos importa, en realidad, toda esa monserga griega? Si uno de nosotros quisiera tan sólo intentar vivir un poco a lo griego, lo echarían de nosotros inmediatamente del Seminario. ¡Y nuestro aposento se llama Helade! ¡Pura burla! ¿Por qué no se llama papelera, mazmorra o sombrero de copa? Todas esas monsergas clásicas no son más que un embuste (p. 58).
Hans no tardó en descubrir en su amigo, el poeta Heilner, una fuerza y genialidad que le despertaban una ‘comprensible’ curiosidad por el mundo, por una divinidad que no habla latín, ni hebreo y mucho menos formaba parte de una naturaleza de corte teologal, por lo que se propuso descubrir de dónde venía y a dónde podía conducir esa libertad desconocida pero sospechada, entre nostálgica y alegre.
Pronto advirtió, sin embargo, que aquel aire eternamente melancólico era sólo una propensión enfermiza que no pertenecía al ser verdadero de Heilner. Cuando el amigo leía sus versos en voz alta, hablaba de sus ideales poéticos o recitaba monólogos de Shakespeare o de Schiller con fuerza y con pasión, le parecía a Hans estar en un mundo totalmente alejado de la realidad, moviéndose con una divina libertad y una fogosa pasión hasta entonces desconocida, como si, semejante a un homérico mensajero celeste, de súbito le hubieran crecido alas en los pies. Hasta entonces jamás se había atrevido a penetrar en el mundo de los poetas y los creadores, pero la palabra de Heilner bastó para que gustara y advirtiera por primera vez la belleza del lenguaje, la fuerza cambiante de las imágenes, la alegoría de las metáforas y la musicalidad de las rimas. Y su veneración por aquel mundo recién descubierto ante sus ojos fue un sentimiento parejo a la admiración que en él despertaba su amigo Hellner (p. 64).
Hans descubre como parte de la ironía misma de la vida y de los tiempos que le toca vivir, que en las profundidades de la existencia humana, es decir, de todo individuo, habita una suerte de eremita que cuenta con la posibilidad de almacenar innumerables libros hermosos y preciados como para que cualquier lector-actor pueda vivir encantado y fascinado del mundo y la naturaleza, sin que por ello este tuviese que convertirse en un enemigo del contacto humano o un prodigio de la cultura que sólo encuentra necesidad, irracionalidad y enajenación en la Naturaleza. ¡Vaya ironía! Se cuestiona Schlegel y nos ofrece su respuesta:
Pero, realmente, ¿es la incompresibilidad algo tan absolutamente reprobable y malo? Por lo que a mí respecta, más bien creo que la supervivencia de las familias y las naciones depende de ella y, si no me equivoco, incluso la de los Estados y los sistemas, es decir, la de las obras humanas más artificiosas […] Una porción increíblemente pequeña de incomprensibilidad basta, siempre que se la preserve fielmente pura e inviolable y se evite que alguna inteligencia impía se acerque al límite sagrado. Incluso el bien más preciado que e ser humano puede llegar a poseer, la felicidad interior, depende en última instancia –como cualquiera puede comprobar fácilmente- de uno de esos puntos de apoyo que ocultamos en la oscuridad, pero que sostiene y oculta el peso del conjunto, y que sin embargo se derrumbaría en el preciso momento en que fuera reducido a comprensión. Creedme, os morirías de angustia si, como exigís, el mundo en su totalidad se volviera de veras comprensible. Y, además, ¿acaso no se formó este mismo mundo, mediante la inteligencia y la comprensión, de la incomprensibilidad y el caos? (2009, 233)
Sobre la incomprensibilidad y los alcances del conocimiento
Schlegel comienza su ensayo Sobre la incomprensibilidad (alrededor de 1800) con la idea de que hay objetos de la reflexión humana, que pueden irritar a la gente siempre que busque ejercer sobre éstos la reflexión más profunda. Considera que la incomprensibilidad se asume como una imposibilidad del pensamiento, de ir más allá a través de este para resolver o solucionar problemas. No debe ser así puesto que pensar es naturaleza humana tanto como asumir lo incomprensible, por irónico que parezca, pues este proceso se puede ejecutar de forma continua e infinita. Schlegel dice que la incomprensibilidad es altamente irónica.
La ironía de la ironía parece ser una forma complicada de la ironía. En este sentido, la concepción que tiene Schlegel con respecto a la ironía toma distancia también de G.W.F. Hegel, para quien esta – como expresa en su obra Grundlinien der Philosophie des Rechts (GPR) - se trataba de:
[...] el punto culminante de esa subjetividad que se concibe a sí misma como la última instancia […] La subjetividad que se sabe a sí misma como ese poder de resolución y de decisión en materia de verdad, de derecho y de deber. (Hegel, 1986, §140, p. 278).
Evidentemente, resulta perentorio señalar que, con esta concepción de la ironía, Hegel no se propone otra cosa en particular que, criticar la ironía romántica y perfilar su ataque directo en contra de Schlegel como principal teórico-defensor de esta postura.
La crítica hegeliana de la ironía - justo es mencionarlo - no obstante, tiene un profundo significado que va más allá de la esfera de la ética, siendo reiterados los ataques que Hegel emprende de diferentes maneras en otras de sus obras, como son Elementos de la filosofía del derecho (1821), Fenomenología del Espíritu (1807), Lecciones sobre la estética (1821), Lecciones sobre la filosofía de la Historia (1833) y la Introducción a la filosofía de la historia universal (1822-1828). Hegel ve en el conocimiento, a través de la conciencia, en la búsqueda de la verdad, la posibilidad de liberar al sujeto de todo contenido particular típico de la conciencia formal, el cual es uno de los elementos esenciales de la ironía romántica y que bien puede tener – desde la perspectiva hegeliana – aspectos contrarios a la libertad ontológica del ser humano (moderno), concerniente a acabar con la conformidad del sujeto respecto a la imposibilidad de comprender y conocer, hasta hacer de la vida un juego de misterios que no solo pueden, sino que deben de ser revelados.
Quien esto escribe, considera que tanto Hegel como Schlegel emprenden caminos distintos, teniendo puntos de partida y de llegada mucho muy similares entre sí. De hecho, no obstante, de que Hegel es más radical en establecer diferencias entre la ironía socrática (“ironía del mundo” llamada así por Hegel y para quien también precisamente en ello consistía la verdad socrática. De allí la famosa frase socrática: “[Yo] sólo sé que no se nada”, que el filósofo prusiano identificaría dialécticamente como la posibilidad para que ocurra el desarrollo de sus contrarios) y la ironía romántica, con respecto al filósofo griego resulta mucho menos crítico que con relación a su coterráneo.
Para Hegel, la postura schlegeliana sobre la ironía se trataba de una concepción del mundo que consistía en una subjetividad que “negaba todas las cosas”, y así, el mundo y la posibilidad del conocimiento de la verdad. Y una concepción del mundo así, carecería de toda dialéctica posible para alcanzar el bien verdadero y la idea universal. Schlegel ve la ironía como una forma efectiva de incomprensibilidad que busca deliberadamente distraer al lector desde la comprensión; pero a su vez, podría ser vista como positiva si el hombre la considerase un pensamiento más. Todos los muchachos que fueron aceptados en el Seminario independientemente de su origen socioeconómico habían probado si no su inteligencia, si su férrea voluntad de memorización y ejecución de ciertos conocimientos que resultaron suficientes para ser elegidos por las autoridades de Maulbronn.
De ellos, sus familias y preceptores esperaban ya fuera la continuidad nobiliar y aristocrática o burguesa que les correspondía como integrantes de dicha comunidad, como sería el caso de la mayoría, tal vez Heilner incluido; o excepcionalmente, como sería el caso de Hans proveniente de una familia respetable, pero rural y provinciana, al fin alejada de las profesiones liberales típicamente practicadas en las ciudades en aquella época, que no podían esperar salvo el orgullo y el reconocimiento compartido de algún miembro que se ha distinguido y superado por encima del promedio de quienes conforman la comunidad. Sin embargo, instituciones como el Seminario, parecían más que alentar y transparentar la buena vida y el éxito a los jóvenes, mostrarles la crudeza de la realidad y la brutalidad de la sociedad en ciernes, cuyos conejillos de indias para experimentar y afincar la civilización y el progreso eran ellos mismos y nadie más que ellos.
En el curso de los cuatro años de internado, se perdían de modo definitivo uno o más componentes de cada promoción de seminaristas. Unas veces se moría alguno y era enterrado entre cánticos o transportado a su tierra natal con el acompañamiento de alguno de sus amigos, otras algún audaz se fugaba de Maulbronn o era expulsado algún pecador por causa de sus excepcionales faltas, y ocasionalmente, sólo muy de cuando en cuando, y en especial en las últimas clases, algún muchacho ponía fin a su perplejidad ante el mundo y a sus tribulaciones y dolores en la vida, con un tiro en la sien o ahogándose en uno de los numerosos estanques que rodeaban el Seminario (Hesse, 2017, p. 68).
La ironía se relaciona pues, con la vitalidad de la incomprensibilidad de aquello que está escrito en un texto, el cual no deja de rehacerse infinitamente en su escritura e interpretación de todos los lectores, gracias a su cualidad de incomprensibilidad, la cual se mueve entre la falta de comprensión y la búsqueda de comprensión, como sucede en los diálogos entre los protagonistas Hans, Heilner y Hesse como narrador omnisciente. Así también escribe Schlegel que, esta ‘figura retórica’ de la ironía se sostiene en grandes obras como las de Shakespeare y Cervantes, llenas de experiencias no siempre fáciles de comprender y plenas de peligros y aventuras que han sobrevivido a sus autores, asegurando la transmisión de lo incomprensible y lo irónico a través de las generaciones. La oscuridad tal vez radica en la hermenéutica de las diversas concepciones de lo incomprensible y la inteligibilidad. Sin la incomprensibilidad no habría entendimiento: el uno depende más de lo otro, de lo diferente, de las circunstancias imperantes. Así, la incomprensibilidad lleva a cabo la reflexión al sentido común, para a través de este, formular nuevas preguntas que el ser humano debe tratar de contestarse.
Hans Giebenrath caminaba con la cabeza baja al lado de su antiguo amigo Heilner. Ambos se dieron cuenta de la proximidad al mismo tiempo, pues los dos tropezaron en la misma desigualdad del terreno. Acaso la contemplación de la muerte lo convenciera en aquel instante de la nulidad de todo egoísmo, quizás el pálido rostro del amigo volviera a despertar en su alma toda la admiración fanática que por él mismo sintió en meses anteriores, el caso es que Hans, tocado por un oscuro e íntimo dolor, cogió con súbita emoción la helada mano del otro […] El corazón del ejemplar muchacho que era Hans, se llenó en aquel instante de dolor y vergüenza. Las lágrimas rodaron por sus mejillas azuladas de frío y por unos breves segundos imaginó que en la camilla no yacía el menudo hijo del sastre, sino su amigo Heilner, dispuesto a llevarse consigo el dolor y la ira de su infidelidad a otro mundo donde no contaban los estudios, los éxitos y los exámenes, sino la pulcritud o la mácula del alma (p. 70).
Pero Schlegel mantiene la firme convicción de que la incomprensibilidad de ninguna manera es una cosa mala. Nos quiere decir que, si no hubiese incomprensibilidad, entonces no habría ningún conflicto que debiera resolverse ni problemas que necesitasen ser discutidos. De acuerdo con Schlegel necesitamos incomprensibilidad y es probable que nuestra conciencia no perciba cuánto de la realidad recae sobre esto. La conciencia humana difícilmente puede comprender con precisión el significado de lo incomprensible, pues, de hecho, el hombre siempre está tratando de encontrar respuestas para llegar al conocimiento. Sin embargo, para el ser humano, es necesario que existan contradicciones y cosas que sigan siendo incomprensibles. Por ello, Schlegel dice que la relación entre el sentido y la locura se hará más clara, y a pesar de la mucha incomprensibilidad por venir, la gente podrá ampliar su comprensión acerca de ciertas cosas. Si bien es cierto que una obra clásica nunca puede ser comprendida por completo.
El objetivo, no obstante, de cualquier manera, no es la inteligibilidad de todas las cosas que fueron colocadas anteriormente en el terreno de la incomprensibilidad, la meta es el camino mismo por seguir, sin importar que exista la posibilidad de que nunca se llegue al destino. La comprensión es también la misma falta de entendimiento. Reflexiona el narrador omnisciente en Bajo la rueda no sin una fuerte dosis de ironía:
Pero ¿quién sufre más a manos del otro? ¿El maestro del muchacho o viceversa? ¿Quién de los dos es más tirano, más inoportuno y fatigador y cuál echa a perder y arruina pedazos enteros de la otra alma?
Eso no puede averiguarse sin reflexionar con amargura y sentir ira y vergüenza al recordar la propia juventud. Aunque queda el consuelo de que a los verdaderos genios casi siempre se les cicatrizan las heridas, que también ellos acaban por convertirse en personas capaces a pesar de la escuela, de producir otras buenas y de que, años más tarde, cuando ya han muerto y su memoria está cercada con el nimbo luminoso de la gloria lejana, las nuevas generaciones los tomen como norma y ejemplo.
Y así se repite, de escuela en escuela, el espectáculo de la lucha entre la ley y el espíritu, y volvemos a ver siempre como Estado y escuela se abstraen en la tarea de matar y desarraigar a los espíritus más hondos y valiosos que brotan cada año. Casi siempre suelen ser los más odiados por los maestros, los castigados con mayor rigor, los que huyen o los expulsados de las aulas, quienes después acrecientan el tesoro de nuestro pueblo. ¿Quién sabe cuántos se consumen en silenciosa terquedad y acaban por hundirse? (p. 74).
Como dice Schlegel, si se entiende la incomprensibilidad como aquello que reconoce que no es posible entenderlo todo, entonces nos encontramos ya en el terreno de la inteligibilidad y el posible desarrollo del conocimiento.
En general, la más estricta ironía de la ironía se da precisamente cuando esta nos resulta excesiva a fuerza de encontrarla demasiado a menudo. Por lo que por el momento hemos convenido en llamar ‘ironía de la ironía’ puede surgir por más de una vía: cuando se habla sin ironía de la ironía, como acabo de hacer; cuando hablamos con ironía de una ironía sin percatarnos de que nos encontramos ya en una forma de ironía aún más flagrante; cuando a uno le resulta imposible desembarazarse de la ironía, como parece estar ocurriendo en este ensayo sobre la incomprensibilidad. Si la ironía se convierte en un manierismo y se convierte, por decirlo así, en algo irónico sobre el autor; [...] y si la ironía se vuelve loca y ya no se puede controlar (Schlegel, 2009, pp. 231-232).
Se pregunta Schlegel: ¿Qué dioses nos rescatarán de todas estas ironías? A lo cual contesta irónicamente:
La única solución es encontrar una ironía que podría ser capaz de tragar todas estas grandes y pequeñas ironías y no dejar ningún rastro de ellos en absoluto. Debo confesar que precisamente en este momento siento que el mío tiene un deseo real de hacer precisamente eso. Pero incluso esto sería sólo una solución a corto plazo. Temo que, si entiendo bien lo que el destino parece estar insinuando, entonces pronto surgirá una nueva generación de pequeñas ironías: porque verdaderamente las estrellas auguran lo fantástico. E incluso si sucediera que todo fuera pacífico durante un largo período de tiempo, uno todavía no sería capaz de poner fe en esta aparente calma. La ironía es algo con lo que uno simplemente no puede jugar. Puede tener efectos increíblemente duraderos. Tengo la sospecha de que algunos de los artistas más conscientes de épocas anteriores siguen llevando a cabo irónicamente, cientos de años después de su muerte, con sus más fieles seguidores y admiradores. [...] Ya me he visto obligado a admitir indirectamente que el Ateneo es incomprensible, y porque sucedió en el calor de la ironía, difícilmente puedo retomarla sin que en el proceso haga violencia a esa ironía (Schlegel, 2009, p. 232).
Como se apuntaba, la estética de Schlegel basa buena parte de sus principios en la concepción fichteana del ‘saber absoluto’ como reflexión, la cual entiende esa autoconciencia del sujeto en tanto que forma primordial, inmediata y cierta del pensamiento. Afirma Diego Sánchez en su ensayo intitulado “Friedrich Schlegel y la ironía romántica” (1999) que:
[…] referida al sujeto, la reflexión expresa, por un lado, su aislamiento, al hacer a este sujeto objeto para sí mismo ahondando en su separación. Por otro lado, el sujeto se contempla a la vez que contempla el mundo, superando así, en esta contemplación, la escisión que la reflexión misma introduce. (p. 90).
Es importante tener en cuenta que, por un lado, el lenguaje está siendo entendido aquí no como simple vehículo que transmite una realidad dada, sino como agente productor de sentido. Aunque, por otro lado, resulta igualmente necesario resaltar que ese medio lingüístico es, asimismo, el que procura al sujeto la posibilidad de mantener una posición dialéctica con respecto a lo real, en la que se aúnan el momento subjetivo de la expresión, con el objetivo de la reflexión sobre él mismo (el espíritu es a la vez productor y producto).
Así pudo Hans mantenerse algunos plazos más en la vida del Seminario con la instrucción anteriormente adquirida. Luego empezó para él una penuria llena de tormento, interrumpida de cuando en cuando por cortos y débiles arranques, cuya inutilidad y desesperanza despertaban en sí mismo la sonrisa. Dejó por fin de lamentarse inútilmente, arrojó a Homero tras el Pentateuco y al álgebra tras Jenofonte, y contempló sin emoción cómo su buena fama descendía de calificación en calificación en el ánimo de sus profesores; de sobresaliente a notable, de notable a aprobado y de aprobado a reprobado… (Hesse, 2017, p. 87).
Se comprende que para que la balanza no se incline del lado científico-teológico, ni del experiencial-vital, la creación poética - como la vida y la existencia en esta obra de Hesse – se encuentra en continuo devenir, en un proceso de afirmación y negación constante. Siguiendo la propuesta schlegeliana, sólo este devenir reflexivo entre lo condicionado y lo incondicionado permite al yo eludir los peligros de caer bien en un subjetivismo relativista, o bien en un informe heterónomo no menos limitado que el anterior. La corrección de ambos excesos —el de la biografía y el de la novela, dentro del ámbito literario, por ejemplo— esta encarnada, aquí, por la autolimitación:
Para poder escribir bien sobre un asunto es necesario que ya no tenga ningún interés para nosotros; aquel pensamiento que debemos expresar reflexivamente ha de ser agua pasada y no debe seguir ocupándonos. Mientras inventa y está inspirado el artista se encuentra con respecto a la comunicación en un estado, cuando menos, iliberal. Entonces lo querrá decir todo (lo cual constituye una tendencia equivocada propia de genios jóvenes, cuando no un justo prejuicio de viejos ineptos), y no apreciará el valor y la dignidad de la autolimitación que, para el artista igual que para el ser humano en general, constituye lo primero y lo último, lo más necesario y lo más elevado. Lo más necesario, pues cuando no nos ponemos límites a nosotros mismos, es el mundo el que nos limita y acabamos, así, convertidos en esclavos. Y lo más elevado, porque sólo podemos limitarnos en aquellos puntos y en aquellas facetas en los que poseemos una fuerza infinita, la facultad de autocreación y autoaniquilación. […] Sólo hay tres peligros de los que tenemos que guardarnos. Primer peligro: lo que parece y debe parecer arbitrariedad incondicionada y, por ende, irracionalidad o ultrarracionalidad, debe ser, no obstante, y en el fondo, absolutamente necesario y racional; de lo contrario, el estado de ánimo degenera en capricho, surge la iliberalidad y la autolimitación acaba convertida en autodestrucción. Segundo: debemos procurar no apresurarnos demasiado con la autolimitación y dejar primero espacio a la autocreación, esto es, a la invención y el entusiasmo, hasta que haya concluido. Tercero: no debemos excedernos en la autolimitación (Schlegel, 2009, p. 32-33).
Y, aunque en buena medida, tal caracterización podría aplicarse a ciertas actitudes estéticas de determinadas corrientes - del primer romanticismo alemán, por ejemplo, que aspiraba a mantener un complejo equilibrio entre entusiasmo y contención -, en palabras del propio Schlegel, a que lo ingenuo —recurriendo aquí a la conocida distinción propuesta por Schiller (1995, pp. 70-71) [1] —fuera “al mismo tiempo instinto e intención”. [2]
A manera de conclusión
La ironía de acuerdo con la perspectiva de Schlegel, lejos de haber sido puesta en estado de agonía por sus críticos, ha gozado y mantiene una muy importante influencia en diversos ámbitos del pensamiento, no solo en el ámbito de la ética, sino de la estética, el derecho, la literatura (poesía), la epistemología y la filosofía. Soren Kierkegaard sería otro pensador estrella de la “ironía”, que enalteciendo la figura de Sócrates y a la ironía como sistema de pensamiento de este, criticaría el “sin-sentido” de la “ironía romántica”. Así, las críticas de grandes filósofos como Hegel y Kierkegaard con relación a la ironía han contribuido significativamente, a avivar el interés por pensar la función que la ironía puede tener con relación al conocimiento y el pensamiento como herramienta epistemológica crítica, plural y constructivista. ¿No es la ironía un diálogo perpetuo consigo misma y con todo aquello que toca? ¿No tiene esta un carácter perturbador de lo dado y de lo que se da por sentado? ¿Cómo pensar la Modernidad y sus logros sin un “cierto” talante irónico?
Referencias
Hegel, G.W.F. (1986). Grundlinien der Philisophie des Rechts, Werke in zwanzig Banüen, 7. Frankfurt: Suhrkamp Verlag.
Hesse, H. (2017). “Bajo la rueda”. Obras Maestras. México: EMU.
Sánchez, D. (1999). “Friedrich Schlegel y la ironía romántica”. Revista de Filosofía. Barcelona, núm. 26, pp. 85-114.
Schiller, F. (1995). Sobre poesía ingenua y poesía sentimental. Madrid: Verbum.
Schlegel, F. (2009). “Fragmentos del Athenaeum”. Fragmentos, seguido de Sobre la incomprensibilidad. Barcelona: Marbot.
Szondi, P. (1999). Poética y filosofía de la historia I. Madrid: Visor.
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[1] Para un análisis de la asimilación de estos términos en la teoría de Schlegel, véase: Peter Szondi (1999) Poética y filosofía de la historia I, Madrid: Visor, pp. 70-71.
[2] “Si se trata de mero instinto, entonces es pueril, infantil o bobo; en cambio, si se trata de pura intención lo que surge entonces es la afectación. Para que sea bello, poético e ideal, lo ingenuo debe ser al mismo tiempo instinto e intención”. Ver, Friedrich Schlegel, “Fragmentos del Athenaeum” (51) en Fragmentos, seguido de Sobre la incomprensibilidad. Barcelona: Marbot. 2009, p. 68.
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