Andrés Pérez, Maderista. Texto porfiriano.

Andrés Pérez, Maderista. A Porfirian Text.

DOI: 10.32870/argos.v9.n24.3.22b

Kevin M. Anzzolin
Universidad Christopher Newport (ESTADOS UNIDOS)
CE: kevin.anzzolin@cnu.edu
https://orcid.org/0000-0002-3368-0220

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Recepción: 13/02/2022
Revisión: 06/04/2022
Aprobación: 03/05/2022

 
   

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(Anzzolin, 2022, p. _)

En lista de referencias:
Anzzolin, K. (2022). Andrés Pérez, Maderista. Texto porfiriano. Revista Argos. 9(24). 29-38 DOI:10.32870/argos.v9.n24.3.22b

   
           
       

Resumen:
La obra del escritor Mariano Azuela se ha considerado una piedra de toque para apreciar la Narrativa de la Revolución Mexicana. Aquí, me propongo abordar un estudio de Azuela que destaque mejor la visión ambigua del autor –sobre todo, cómo su cuento Andrés Pérez, maderista-- nos remiten a unos de los temas más destacados del porfiriato: el periodismo y el saber científico. Al enfocarnos solamente en cómo el cuento de Azuela describe la lucha armada, corremos el riesgo de ignorar el contexto histórico en el que apreció la obra de Azuela y pasar por alto su complejidad.

Palabras clave: Mariano Azuela. Porfiriato. Ciencia. Revolución Mexicana.

The works of writer Mariano Azuela have been considered a touchstone in order to appreciate the narratives of the Mexican Revolution. Here, I aim to examine Azuela’s work in a different, more ambiguous way; I show how the short story Andrés Pérez, maderista employs some of the most salient themes of the Porfiriato—primarily, journalism and science. To focus solely on the insurrectionary aspects of Azuela’s text would be to ignore the historical context in which Azuela created his work. Ultimately, to see Azuela’s text as merely “Revolutionary” is to diminish the story’s complexity.

Keywords: Mariano Azuela. Porfiriato. Science. Mexican Revolution.

 

   
 

“¿Estaba yo enfermo? ¿Me había pasado algo? El periódico
necesitaba material, hacía falta mi artículo”

Emilio (Rabasa, 1984)

“…el primer monstruo moral que aparece es el monstruo
político. Es decir, que la patologización del crimen se
efectuó, creo, a partir de una nueva economía del poder”

(Foucault, 2001)

Bien se sabe que la Revolución de 1910 se ha considerado una apertura de conciencia crítica y nacional mexicana, el acontecimiento que abolió toda hipocresía cultural y política de la previa época porfiriana y que, hasta hoy en día, sigue siendo el evento fundamental del Estado mexicano (Dabove, 2003, p.168). La Revolución también trajo consigo una proliferación de producción literaria, dentro de la cual se destacan las llamadas Novelas de la Revolución mexicana[1] que dieron a conocer la incierta situación del indio, la importancia de la tierra, y la precariedad de la sociedad rural (Castro, 1958). Se ha pensado en la obra de Mariano Azuela (1873-1952) como el ejemplo más paradigmático de este proyecto nacional y concientizador. Según dicen, son los cuentos y novelas de Azuela que encarnan el parte-aguas entre el afrancesamiento cultural que supuestamente caracterizaba la época porfiriana y el realismo crítico que caracteriza el periodo revolucionario[2]

Aquí me planteo matizar esta interpretación harto repetida de la historia de la producción literaria mexicana, enfatizando más la continuidad entre la literatura porfiriana y la revolucionaria. A través de un análisis de las características porfirianas de un texto temprano (y ‘revolucionario’) de Mariano Azuela—Andrés Pérez, Maderista (1958)— a continuación aportaré una reflexión crítica sobre la validez de corrientes literarias[3]. Una mirada breve a la literatura del porfiriato --época menos estudiada[4] -- pone al descubierto un marcado interés en dos temas principales: el periodismo y la ciencia médica. En varias obras porfirianas (novelas, obras teatrales, y cuentos), se dramatiza el mundo periodístico, enalteciendo a la prensa subvencionada y, a la misma vez, impugnando a la prensa oposicionista. Para encaminar este trabajo definitorio a la prensa, letrados porfirianos acudieron a varios discursos paradigmáticos de la modernidad: la psicología, la higiene, la sexualidad, y sobre todo, la ciencia médica[5]. En estas obras, los periodistas oposicionistas atacan al estado porfirista, así dificultando la consolidación de una esfera pública. Estos periodistas (y protagonistas) acaban siendo impugnados mediante el discurso médico-científico tan en boga durante el porfiriato: se representan como locos, o lascivos catrines, o enfermos mentales. Podemos mencionar, sólo por nombrar algunos casos: Juan Quiñones, protagonista de la tetralogía Emilio Rabasa, de la obra de Porfirio Parra, su Pacotillas y por último, el malévolo Alberto Rosas, personaje que aparece en La calandria de Rafael Delgado. A continuación, examino cómo se destacan estos dos temas—el periodismo y la ciencia médica—en Andrés Pérez, maderista (1958)[6]. En la narrativa temprana de Azuela, es a través este mismo discurso médico-científico que se logra socavar una insurrección –en este caso, la Revolución Mexicana.

Al igual que muchas narrativas del porfiriato, con el texto de Azuela, también es un periodista que sigue siendo la diana de las críticas. El texto abarca una crítica de la naciente Revolución mediante la comparación: el periodista rebelde se compara con una enfermedad contagiosa. Como bien se sabe, hubo una gran fe en la ciencia durante el porfiriato; el saber científico formó parte fundamental de la consolidación nacional. El gobierno de Porfirio Díaz fundó varios institutos, cuyos objetivos se basaron en los descubrimientos científicos de muchos, pero sobre todo los del francés Luis Pasteur (Debré). Se creó el Instituto Médico Nacional (IMN) en 1888; el Instituto Bacteriológico fue fundado en 1895; en 1901 se creó el Instituto Patológico; y el Hospital General de México se construyó en 1905. Además, desde 1885 hasta 1914, el doctor Eduardo Liceaga fue presidente del Consejo Superior de Salubridad, organización mexicana encargada de establecer normas de salud pública. Liceaga reorganizó por completo el Consejo, estableciendo la administración de vacunas, la limpieza de la ciudad y el estudio de las epidemias. Éste visitó también el Institut Pasteur en París en 1888, año en que fue inaugurado ese Centro. Allí, el eminente doctor recibió el cerebro de un conejo inoculado con una vacuna antirrábica, que trajo a México para iniciar más experimentos. Ese mismo año, Liceaga inauguró en el Distrito Federal el Instituto Antirrábico. Dicha época fue testigo de avances en la microbiología, junto con el descubrimiento de los rayos X en 1895; estos desarrollos giraron en torno al surgimiento de una nueva epistemología ocular y concomitantes prácticas visuales (Batchen, 1997). El porfiriato fue un momento de apogeo para pensar la relación entre lo contagioso, la nación y el saber científico (Álvarez, 1960).

El texto de Azuela —placentero, vivaz, y vertiginoso— sigue siendo más citada que analizado (Leal, 2002, p. 11). De los pocos críticos que han estudiado la obra, la mayoría de ellos han subrayado acertadamente la crítica mordaz que aborda la obra del levantamiento maderista. Hasta el mismo Azuela reconoce el agudo carácter crítico de su obra[7]. El periodista que protagoniza la obra de Azuela, Andrés Pérez,trabaja en Ciudad de México para un periódico subvencionado por el gobierno, El Globo. Harto del estrés de la gran metrópoli, Pérez decide visitar el rancho campesino de un amigo de infancia, Toño Reyes[8]. Aunque Pérez espera relajarse en el rancho de Reyes —llamado La Esperanza— el levantamiento maderista pronto acaba con la tranquilidad campesina. A Pérez le inspira muy poco el movimiento maderista, mientras que Reyes es un maderista vehemente. Por lo tanto, la relación entre los viejos amigos se pone tensa hasta que un día llega la noticia (falsa) de que el periodista y protagonista Pérez es un revolucionario campesino que también se llama ‘Andrés Pérez’. Según el chisme pueblerino, el ‘revolucionario’ Pérez se encuentra en la hacienda de Toño con el propósito de esconderse, evitando así a las autoridades. Toño, como el resto de la población circundante, llega a creer erróneamente que su amigo de infancia es dicho revolucionario, y Andrés termina detenido en la cárcel local. Reyes, todavía el maderista vehemente, muere durante el asalto que él mismo preparó para soltar a su amigo del presidio. El fallecimiento de su amigo le da la oportunidad a Andrés de ganarse el corazón de María, la atractiva y recién enviudada esposa de Toño. La obra termina cuando Pérez —nuestro periodista protagonista tan chaquetero— acepta (de mala fe) su papel como revolucionario y pretendiente de María.

Aparte de la inclusión de un periodista —es decir, Pérez— como objetivo de la ira del narrador, hay otros legados porfirianos que se destacan en el texto: el discurso médico-científico ya señalado arriba. Desde el principio de Andrés Pérez, maderista, el creyente más ferviente de la Revolución, Toño, está enfermo, colérico y pálido. Por las noches su tos constante despierta a su invitado, Andrés, y le dificulta sostener una conversación. Andrés dice que él “[e]staba ya dispuesto a reanudar la charla, pero la tosecilla seca [de Toño] lo asaltó de nuevo. Tornóse bruscamente mustio y sombrío” (p. 768). Pérez también explica que durante las noches en La Esperanza: “[d]os o tres veces desperté oyendo la tosecilla reseca y pertinaz y mirando un par de ojos negros, tempestuosos. Al despertar por la mañana me acuerdo de los brazos blancos de mi amiga Luz” (p. 776). Parece que Toño ha envejecido demasiado rápido, y Andrés le dice a Toño: “Yo no sé qué decirte, Toño Reyes; esa barba tan crecida y majestuosa de da cierto aire extraño, algo así como de obispo armenio o capitán de forajidos…Con todo, te encuentro un poco pálido”. Reyes mismo, ensimismado y deprimido, reconoce la precariedad de su salud y lo enfermizo de su propia apariencia, y responde: “No un poco, Andrés amigo, mucho…demasiado…” (p. 768). Su debilitamiento físico parece ser una manifestación somática de su malestar mental: tiene “ideas raras y esas extravagancias” (p. 773). Toño se “[e]xcit[a] de nuevo” (776) y tose aún más cuando se pone a platicar del levantamiento maderista, “lanza[ndo] invectiva tras invectiva contra el gobierno” (p. 776). Llamativamente, sus síntomas se agravan cuando llegan las noticias del asesinato de Aquiles Serdán en Puebla:

Sí, lo de Puebla ha sido horroroso —dice Toño. Encendidas
las mejillas tose repetidas veces, cansado como si hubiera pronunciado un largo discurso. Luego se le apagan los carrillos sin más rastro que unas pequeñas manchas rojizas. Tal vez comienza la calentura. (p. 776)

En pocas palabras, la enfermedad que atraviesa la novela es una suerte de ‘fiebre revolucionaria’. El malestar de Toño coincide con el movimiento armado que va sacudiendo la tierra.

Toño no es el único personaje que se enferma de esta fiebre revolucionaria cuyos síntomas son (significativamente) tanto físicos como mentales: la Revolución es tan contagiosa como lo es un virus. Así, justo cuando el chisme sobre el protagonista Pérez empieza a difundirse por la hacienda más rápidamente, y los que trabajan en La Esperanza empiezan a respetar más al periodista, y el mayordomo en La Esperanza, Vicente, ‘se enferma’ gravemente, ofreciéndole al ‘revolucionario’ Pérez “diez hombres montados y bien armados para l’hora de l’hora” (p. 788). Andrés narra: Y me enseña sus dientes blancos y menudos como grano de elote y su risa me contagia con su frescura, su ingenuidad y su regocijo (p. 788, énfasis mío). Aunque Andrés y María hacen varias conjeturas en cuanto al origen de su enfermedad, lo cual les otorga la oportunidad para conocerse y encariñarse, no logran elaborar un diagnóstico. Andrés explica a María:

—Viene ahora muy deprimido —le dije a María, observando que se retrasaba.
—Es la primera vez desde que usted está aquí. Regularmente no son días sino semanas enteras las que dura así. Ese mutismo suyo me mata.
—Tal vez por su enfermedad.
—Sí, eso es, eso es. (p. 773)

 Quizá como la Revolución misma, la causa de la enfermedad es irreconocible o indecible: “Toño vuelve a toser y reparo de nuevo en su palidez acerada y me pregunto si este bellísimo demonio de mujer no tendrá parte muy principal en el desastre de mi amigo” (p. 769). Durante unas de sus pláticas, María le pregunta al normalmente apático y sano Andrés si él también ha contraído el malestar que aflige a Reyes:

Después de algún tiempo María me preguntó que si la enfermedad de su esposo sería contagiosa:
—¿Por qué? —le dije con cierta alarma y sin comprender.
—Porque ahora usted también ha enmudecido —agregó sonriendo.
[...]
—No le haga caso, es extraordinariamente nervioso, ya verá cómo se contenta luego. (p. 774)

Aunque Andrés intenta apaciguar las ansias de María, diciéndole que las preocupaciones revolucionarias de Toño se van a sosegar, Toño sigue igual de enfermo. Andrés se transforma a lo largo del cuento, y termina ‘contagiándose’.

Así, al principio del cuento, tanto Andrés como María parecen el vivo retrato de la salud: “Su voz [de María] es diáfana como el cristal y en su rostro esplende la fresca mañana. Rudo contraste con este pobre de Toño Reyes” (p. 777). Andrés describe cómo “[e]n ocho días de vida campestre mi cuerpo ha recobrado la salud y mi espíritu la serenidad” (p. 771). Cuando llega al rancho de Toño, rodeado de “tierra virgen” (p. 769), Andrés hace caminatas y se baña en las cascadas frías del campo: actividades que epitomizan la vitalidad, la tranquilidad y la salud. Describe sus paseos así:

[m]i paseo predilecto es la presa. Me place tirarme de bruces al pie de un mesquite y mirar la inmensa plancha de acero repujado, oír los chorritos de agua que se filtran por las piedras musgosas de las compuertas [...] me desnudo y me tiro al agua […] Me froto la piel con cogollos de jaral y, al salir del agua fría, siento raudales de vida. (p. 771).

Pero durante su estancia en La Esperanza se pone cada vez más arrebatado, insano y insalubre. Se deja llevar por los vicios de la vida moderna y sobre todo las adicciones que atacan los nervios: consume grandes cantidades de café y empieza a fumar. La enfermedad de Andrés se agudiza mientras sigue involucrándose más y más en el movimiento maderista: cuanto más se compromete, más se agrava su salud. Al comienzo del cuento, cuando todavía no se ha decidido a unirse a la Revolución, rechaza el cigarrillo que le ofrece Toño (p. 772). Pero más tarde, cuando llegan las noticias del levantamiento maderista, Pérez por fin acepta uno de los cigarrillos de Toño (p. 782), cediendo así al vicio[9]. Termina creyendo que sufre de hiperestesia:

Después de sendas tazas de café, […] entré en mi cuarto bastante nervioso. La noche fue de inquietud febril. Mi cabeza era una batahola de gendarmes, rurales, policía secreta; pensamientos extravagantes e ideas inconexas y desparpajadas. Cuando, fatigado, creí por fin que el sueño me rendiría, el rumor más débil me despertaba aumentando mi hiperestesia (p. 776).

En las últimas escenas del cuento, significativamente justo antes de declararse revolucionario, Andrés se rinde al malestar revolucionario y asume su nuevo papel como revolucionario: “[l]a tarde es interminable, me abruma mortal tristeza y mi mente entenebrecida es ajena al regocijo y loco entusiasmo de mis compañeros. Necesito fingirme enfermo” (p. 788, énfasis mío). Al salir de la cárcel, Pérez grita “¡Viva Madero!” (p. 800), y así asume los dos papeles que previamente había ocupado Toño: revolucionario maderista y amante de María. Sacudido por el fervor revolucionario, Pérez explica cómo se incorpora “al final del desfile, pletórico de entusiasmo, de ilusiones y de esperanzas, el pueblo me ha contagiado de su fe y de su regocijo” (p. 797, énfasis mío).

A modo de cierre
El malestar que terminan sufriendo todos en Andrés Pérez, maderista, procede del entusiasmo revolucionario, lo cual se asocia con la falta de higiene, el malestar y, finalmente, la muerte. También es llamativo el hecho de que su protagonista sea un periodista. Como varios letrados porfirianos --Rabasa, Parra y Gamboa— Azuela también acude a un discurso médico-científico para reprochar la conducta anti-estatal y/o revolucionaria. En este sentido, vemos cómo la obra de Azuela participa en los discursos y refleja las preocupaciones que caracterizaban el porfiriato. Fue en esa época cuando en México –como en otras regiones del mundo-- la autoridad científica y ‘desinteresada’ ‘evidenció’ la malignidad de la prensa oposicionista; escribir contra el estado se consideró una monstruosa aberración, una enfermedad contagiosa, o un trastorno patológico[10]. Estos discursos, respaldado en autoridad epistemológica, se utilizó para mostrar la perfidia de la Revolución. Gracias en parte a los discursos médico-científicos que tuvieron tanto auge durante el porfiriato, la Revolución Mexicana ya desde su comienzo precario se asociaba con lo enfermizo, lo contagioso, lo patológico. La obra temprana de Azuela no sólo presagia los temas que se destacarían más tarde en una serie de obras a las cuales nos referimos hoy en día como las Novelas de la Revolución; también participaron en los discursos más destacados de la producción literaria porfiriana. El texto de Azuela es, sin lugar a dudas, el primer texto de la Revolución Mexicana. Pero también es, a fin de cuentas, un texto del porfiriato.

Referencias
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El Noble Corán, Traducción comentada de Raúl González Bórnez (2008), Fundación Cultural de Oriente.

Flores , D. A.; Ortíz , J. D. & Vázquez . L. C. (2003). La Guerra de los Dioses. Análisis del fenómeno religioso y político en el conflicto entre grupos radicales del Islam y Estados Unidos. UdeG/Campus Universitario del Norte.

Gilles, K. (1991). La Revanche de Dieu. Chrétiens, juifs et musulmans à la reconquête du monde, Seuil, Paris.

Huntington, S. (2005). El choque de Civilizaciones y la Reconfiguración del Orden Mundial. Paidós.

Mernissi, F. (2004). Las sultanas olvidadas. La historia silenciada de las reinas del Islam. Quinteto.

Mernissi, F. (1994). Sueños en el umbral. Memorias de una niña del harén. Editorial Océano. 

Mires, F. (2005). El Islamismo. La última guerra mundial. Libros de la Araucaria-LOM.

Ponce, J.C., Franco, G. (1997). “El Islam en Estados Unidos: La construcción de una imagen.” Estudios de Asia y África, vol. 32, no. 1 (102), Colegio de Mexico, pp. 67–90. 

Said, E. (2002). Orientalismo. Debate.

Sadri, A. (2010). “En defensa del diálogo entre civilizaciones”. Rafael Loyola Díaz (et al) (coordinadores). Diálogo entre civilizaciones. Miradas. Miguel Ángel Porrúa.

The Economist (2006). “Eurabia: The myth and reality of Islam in Europe”

Vogt, W. (2005). El Islam y la literatura occidental, UdeG/Centro Universitario de los Altos.

NOTAS:

[1] Véase el libro de Adalbert Dessau (1972) para un buen resumen de dicha producción literaria.

[2] Como explica John Englekirk y Francisco Monterde (1935), pensar en la obra de Azuela (y sobre todo Los de abajo) como la afirmación novelística de la cultura revolucionaria se debe a una contingencia histórica. Aun así, se piensa en la obra de Azuela como una ruptura absoluta con el pasado porfiriano. Véanse los tres primeros capítulos de Walter Langford (1971) y el tercer capítulo, “Mariano Azuela: A Break With the Past”. 

[3] Andrés Pérez, maderista se ha considerado un precursor de las Novelas de la Revolución; como plantea Bernard Dulsey, es un “forerunner” (1951, p. 383).

[4] El libro de John Brushwood (1998) sirve para estudiar a fondo la producción literaria del porfiriato.

[5] Podemos mencionar, por ejemplo, novelas de Emilio Rabasa, José Ferrel, Porfirio Parra, Rafael Delgado, y Salvador Quevedo y Zubieta.

[6] RAC Rodríguez (2002, p. 9) explica cómo los científicos se involucraron en la política mexicana durante el porfiriato.

[7] Véase Jorge Ruffinelli (1982, p. 55) para la historia de cómo Azuela se desilusiona de los maderistas. Distinto a Los de abajo, nunca se ha puesto en duda el carácter pesimista de Andrés Pérez, maderista. Véanse Dulsey, (1951, p. 383); Bruce-Novoa (1991, p. 43); Eugenio Chang-Rodríguez (1959, p. 528); Beatrice Berler (1964, p. 43); Sergio López-Mena (2010, p. 102); y Luckey (1953, p. 370).

[8] Según Ruffinelli, “[e]l espacio rural [tal como es representado en Ándres Pérez, maderista] está entonces íntimamente vinculado al periodo de vacaciones, y es el especial estado de ánimo de esos meses dichosos lo que caracterizará la creación del ambiente” (1982, p. 37).

[9] “Mi respuesta es seca. Sigo fumando distraídamente mi cigarro, mientras él me lanza una mirada furibunda y de nuevo se dirige a Toño” (p. 781).

[10] “Se introdujeron a fines del siglo XIX y durante el silgo XX y que organizaron efectivamente una especie de poder médico judicial” (Foucault, 2001, p. 47).

 

 
 

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